En 1828, Francisco de Goya murió en el destierro.
Acosado por la Inquisición, se había marchado a Francia.
En su agonía, Goya evocó, entre algunas palabras incomprensibles, su querida casa de las afueras de Madrid, a orillas del río Manzanares. Allí había quedado lo mejor de él, lo más suyo, pintado en las paredes.
Después de su muerte, esa casa fue vendida y revendida, con pinturas y todo, hasta que por fin las obras, desprendidas de los muros, pasaron al lienzo. En vano fueron ofrecidas en la Exposición Internacional de París. Nadie se interesó en ver, y mucho menos en comprar, esas feroces profecías del siglo siguiente, donde el dolor mataba al color y sin pudor el horror se mostraba en carne viva. Tampoco el Museo del Prado quiso comprarlas, hasta que a principios de 1882, entraron allí por donación.
Las llamadas pinturas negras ocupan, ahora, una de las salas más visitadas del museo.
—Las pinto para mí—había dicho Goya.
Él no sabía que las pintaba para nosotros.
(Eduardo Galeano, “Los hijos de los días”, pag. 129. Ed. Siglo XXI de España Editores, S.A. 2012)