Oración y vida en san Francisco (II)
Cualquiera que desconozca las biografías que hablan de Francisco, podrá creer que la madurez con que vivió su relación con Dios -su oración- le obligaba a llevar una vida retirada y al margen de los problemas que bullían en la sociedad de su tiempo. Sin embargo, no fue así. Sorprende la gran actividad apostólica que realizaba y su acercamiento a los grupos sociales más diversos, con el fin de comunicarles de forma directa y experimental la buena noticia del Evangelio. El talante de itinerancia que adopta en su apostolado es un exponente de su afán por anunciar a todos los hombres que la raíz y el horizonte de lo humano está en Jesús, el Dios que se hace hombre manifestándose en la espesura de nuestra humanidad.
Para Francisco, la oración no fue un tiempo sagrado dedicado exclusivamente a Dios para llenarse de Él y luego poderlo ofrecer a los demás en el apostolado, como a veces insinúan los biógrafos. Toda su vida evangélica, por estar vivida ante la mirada bondadosa de Dios, fue oración, si bien tomaba formas distintas según se materializara en espacios de reflexión y contemplación o en actividades de convivencia y predicación.
De este modo, la oración y la vida, o la contemplación y la acción, eran momentos de su ser cristiano que se autentificaban recíprocamente. Por su oración pasaba todo lo creado con su carga de sufrimiento y su capacidad para convertirse en alabanza de Dios (Cánt); pero, al mismo tiempo, su predicación era una invitación a tomar la vida con seriedad, con profundidad, alabando al Señor por habernos amado de una forma tan desinteresada y comprometida (2CtaF 19-62). Para Francisco, alabanza y acción se identificaban hasta el punto de motivar a sus frailes diciéndoles: «Alabad a Dios, porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino Él» (CtaO 8-9).
Para Francisco, como buen medieval, el mundo no es un engranaje mecanicista donde las cosas suceden según sus propias leyes sin que nadie lo habite ni armonice. Él lo pensaba vivo; animado por una Presencia que funda, sostiene y empuja todo lo creado hacia su plenitud (1 R 22,1-4); de ahí su enorme providencialismo. La historia, más que una sucesión de aconteceres inconexos, es el fluir providente de un proyecto nacido del amor. Por eso Francisco recuerda en su Testamento que el Señor fue el que le hizo cambiar de vida y hacer penitencia (v. 1); el que lo acompañó hasta donde estaban los leprosos, para que practicase con ellos la misericordia (v. 2); el que le dio tal fe en las iglesias, como lugar de encuentro entre Dios y los hombres, que no constituían ningún obstáculo a la hora de formular una sencilla oración sobre la cruz (v. 4). Igualmente, fue el Señor el que le concedió una fe tan grande en los sacerdotes, a causa de su ministerio, que prefería callar sus defectos y limitaciones para colaborar con ellos de una forma reverente (vv. 6-10); lo mismo habría que decir de los teólogos (v. 13). Por último, el Señor fue el que le dio los hermanos para que formaran la Fraternidad, inspirándoles que vivieran según la forma del santo Evangelio (v. 14).
Si el mundo no es fruto del azar sino de la magnanimidad amorosa de Dios que lo acompaña en su caminar, la actitud del hombre no puede ser otra más que reconocer esta presencia, abandonándose en sus manos, y hacer de su vida una alabanza continua al que nos llama a participar de su mismo amor.
[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]
por Julio Micó, OFMCap
(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 8 de Marzo de 2016)