Lo que más caracteriza al codicioso es un interés propio, un egoísmo que nunca se consigue satisfacer. Se ha dicho que la codicia es como el agua salada, pues cuanto más se bebe más sed da.
Al conocer la noticia de que el rico empresario catalán Félix María Millet i Tusell cobró a sus consuegros la mitad de los gastos de la boda de su hija cuando en realidad el que pagaba el total de lo gastado (81.156 euros) era la Fundación Orfeó Català i Palau de la Música de Barcelona, del que el propio Millet es director y fundador, no resistí la tentación de considerar que la codicia es una enfermedad mental, o sea, una enfermedad del cerebro. ¿Cómo si no?, alcancé a preguntarme. No resulta fácil entender el sentimiento que alberga la codicia, meterse en la piel del codicioso. ¿Por qué gente que ya es muy rica quiere o ha querido más y más? ¿Por qué siguen acumulando riqueza si ya tienen de sobra todo lo que necesitan para vivir bien? ¿Acaso están enfermos?
El origen etimológico de codicia es cuspiditas, un vocablo latino. Se ha definido como un afán excesivo de riquezas, como un deseo voraz y vehemente de algunas cosas buenas, no solo de dinero o riquezas. Lo que más caracteriza al codicioso es un interés propio, un egoísmo que nunca se consigue satisfacer. Se ha dicho que la codicia es como el agua salada, pues cuanto más se bebe más sed da. Para el codicioso suficiente nunca es suficiente. Codicia y avaricia no son la misma cosa. Mientras que la avaricia es el afán de poseer riquezas u otros bienes con la intención de atesorarlos para uno mismo mucho más allá de lo requerido para satisfacer las necesidades básicas y el bienestar personal, la codicia se limita a un afán excesivo de riquezas sin necesidad de querer atesorarlas. El avaro acumula, es tacaño, gasta lo menos posible y casi nunca comparte. El codicioso puede disfrutar de su riqueza, se la gasta y puede incluso compartirla. Hágase pues, si le place, amigo de un codicioso, pero nunca de un avaro. El jugar a la lotería, el apostar en un casino o el invertir en bolsa, incluso cuando se trate de pequeños ahorradores, tampoco deja de ser un comportamiento que, aparte de adictivo, alberga un plus de codicia, pues no suele hacerse por necesidad.
Un estudio de la universidad de Gante en Bélgica ha puesto de manifiesto que la codicia ocurre más a menudo en hombres que en mujeres, en el mundo financiero o en posiciones de gestión y, generalmente, en personas no muy religiosas. Ninguna razón biológica que conozcamos nos permite afirmar que las mujeres son menos codiciosas que los hombres, pero el que la mayoría de los imputados y condenados por corrupción en muchos países sean hombres pudiera darlo a entender. La explicación a esa diferencia es cultural, pues en la mayoría de países son los hombres los que suelen asumir el liderazgo en los negocios o los cargos políticos o administrativos susceptibles de generar corrupción.
Las consecuencias de la codicia
La codicia, al estar en el origen del colonialismo y la esclavitud ha sido uno de los peores males que ha padecido la humanidad. Además de relacionarse con comportamientos inmorales, es causa de guerras, de corrupción, traiciones y delitos, estafas, robos, asesinatos y mentiras. El codicioso casi siempre se beneficia a costa del resto de la población. La codicia se ha relacionado especialmente con las deudas financieras, pues la impaciencia por conseguir beneficios hace que muchos banqueros sean negligentes y arriesgados y la falta de contención en la inversión puede haber originado burbujas económicas como la que dio lugar a la Gran Depresión de 1929 en los Estados Unidos. Burbujas que ocurren cuando los precios suben por encima del valor real de las cosas y cuando la codicia hace que se promuevan actividades especulativas relacionadas con el desarrollo de nuevas tecnologías, como la burbuja.com, generada por la introducción de Internet.
La codicia estuvo detrás del uso de las conocidas tarjetas Black y de abusos como el de los directivos de la entidad financiera Cataluña Caixa, que autorizaron incrementos salariares para sus ejecutivos cuando la entidad ya había reclamado ayudas extraordinarias al Estado por la situación de bancarrota en que se encontraba. Parecida es también la codicia de accionistas y empresarios que no reparan en mantener factorías o industrias que deterioran el medio ambiente con sus vertidos y la generación de residuos tóxicos. Y no es sólo cosa de tiempos modernos, pues como explica el historiador Juan Eslava Galán, el Duque de Lerma, valido del rey Felipe III trasladó la corte de Madrid a Valladolid muy posiblemente con la intención de dar un pelotazo inmobiliario, pues había comprado allí previamente terrenos y casas a un precio inferior al que luego vendió a los funcionarios y cortesanos que se vieron obligados a trasladarse a la nueva capital. A los seis años la corte volvió a Madrid. El suelo, más que la propia edificación, ha sido y es muchas veces objeto de la codicia humana.
Pero sería injusto no mencionar que la codicia también ha sido considerada e incluso jaleada como motor de crecimiento y desarrollo, pues puede promover la economía al motivar a la gente para crear nuevos productos y desarrollar nuevas industrias, lo que a su vez genera riqueza, empleo y bienestar. Los codiciosos, por tanto, no parecen engañarse siempre a sí mismos cuando ven su codicia como algo bueno. Otra cosa son las consecuencias colaterales, pues los codiciosos son muchas veces detestados en su entorno y socialmente rechazados. A la larga pueden salir perdiendo, aunque en su eventual crítica el ciudadano medio suele apelar con disgusto al beneficio todavía retenido o al ya disfrutado por los codiciosos (¡Que le quiten lo bailado!) cuando son legalmente castigados por haber cometido infracciones o ilegalidades. Lo que la gente quiere es que el que ha robado devuelva el dinero.
El cerebro del codicioso
Algunos experimentos de la neurociencia han mostrado que cuanto más codiciosa es una persona menos capacidad tiene la corteza prefrontal de su cerebro, que es la implicada en el razonamiento, para disminuir la gratificación de ganar más dinero inhibiendo la actividad de las neuronas del estriado ventral, implicado en esa gratificación. El cerebro del codicioso podría funcionar entonces de manera diferente al de las personas que no lo son. Otros estudios han sugerido que, como los codiciosos tienden además a apostar alto para maximizar sus ganancias, podrían padecer una perturbación mental que anula su capacidad para percibir el riesgo o para ver las necesidades de los demás. El investigador norteamericano Mark Goldstein y otros colegas han sugerido que la codicia, la impulsividad y la pérdida de visión de futuro que originaron la crisis financiera que, parecida a la de 1929, tuvo lugar en los Estados Unidos entre 2007 y 2010, bien reflejada en la excelente película Margin call, podrían haber sido causadas, al menos en parte, por los bajos niveles de colesterol cerebral de muchos trabajadores del mundo financiero norteamericano, consumidores habituales de estatinas, unos fármacos que disminuyen los niveles de colesterol en sangre. La razón es que el colesterol es necesario para regular la serotonina cerebral, una sustancia que estabiliza las funciones mentales.
La inercia a acumular recursos contrarresta el sentimiento de incertidumbre sobre lo que le puede pasar a uno en el futuro, por lo que la codicia pudo haber evolucionado en nuestros antepasados ancestrales como una forma de adaptación cuando el entorno es pobre en recursos. Si uno tiene mucho se preocupa menos por el futuro que si tiene poco. Un sentimiento, en definitiva, de hormiga más que de cigarra. Ese planteamiento hace que algunos científicos crean que los diferentes grados de codicia de las personas podrían derivar por ello de las diferentes percepciones y expectativas de la gente sobre las inseguridades del porvenir. Eso explicaría también, por qué en entornos inciertos como el de la economía algunas personas parecen más deseosas que otras de comportarse adquisitivamente, de invertir. El peligro está sobre todo en la gente corriente, particularmente en las clases medias, que pueden ser víctimas de la codicia arriesgándose a invertir sus trabajados y limitados ahorros en juegos, loterías o activos financieros, por querer multiplicarlos con rapidez y con mucho menos esfuerzo del que les costó conseguirlos.
La denuncia pública de los codiciosos, sobre todo cuando su comportamiento alcanza la ilegalidad, es uno de los mejores remedios, pues la vergüenza puede ayudar a que al menos la gente sensata se contenga. Como en tantos otros casos, el gran remedio es lento, pues está en la Educación. Un buen sistema educativo debería tener previsto el enseñar a los más jóvenes las consecuencias de la codicia, mostrándoles cómo ha servido para corroer y dinamitar a individuos, empresas y sociedades, y contraponiéndola siempre a los mejores valores de la ciudadanía y de una sociedad justa y solidaria.