Cuando Miguel Ángel se enteró de la muerte de Francesco, que era su ayudante y mucho más, rompió a martillazos el mármol que estaba esculpiendo.
Poco después, escribió que esa muerte ha sido gracia de Dios, pero para mí ha sido grave daño e infinito dolor. La gracia está en el hecho de que Francesco, quien en vida me mantenía vivo, muriendo me ha enseñado a morir sin pena. Pero yo lo he tenido durante veintiséis años… Ahora no me queda otra cosa que una infinita miseria. La mayor parte de mí se ha ido con él.
Miguel Ángel yace en Florencia, en la iglesia de la Santa Croce.
Él y su inseparable Francesco solían sentarse en la escalinata de esa iglesia, para disfrutar los duelos que en la vasta plaza libraban, a patadas y pelotazos, los jugadores de lo que ahora llamamos fútbol.
(Eduardo Galeano, “Los hijos de los días”, pag. 66. Ed. Siglo XXI de España Editores, S.A.. 2012)