Leemos en las tablas, que acaban de llegarnos hoy, vigilia de Pentecostés de 2021, que Antequera se cierra. La noticia la recibo precisamente en Antequera. Y empiezo a escribir sin orden en la tableta que empiezo a llamar Dolores.
Centro geográfico de Andalucía, su Vega separa la Bética de la Penibética. Para nosotros, Antequera más que centro ha sido corazón y biografía, sentimientos e historia, y, sobre todo plataforma de muchos y diversos compromisos pastorales.
El viejo convento costó Dios y ayuda fundarlo en el siglo XVII por los capuchinos de Castilla, que no tuvieron tantos prejuicios como doña Teresa de Ahumada para aterrizar en Andalucía. La primera presencia la instalaron nuestros antiguos hermanos cerca del Torcal, el lugar con más viento de la región; allí padecieron levantes, ponientes, neumonías, tisis y otros accidentes que los obligaron a trasladarse a un emplazamiento más saludable: el convento que ha llegado hasta nosotros.
Tras la exclaustración decimonónica, también fue dificultosa la restauración de la Orden en el edificio que, cuarenta años antes, había pasado a manos particulares. La tarea de recuperarlo nos ha llegado envuelta en leyendas que solamente en parte son verdad. Se nos ha contado, con categorías románticas, que la refundación se debió a una presión, la ejercida por la prometida de D. Francisco de Paula Romero Robledo sobre su ilustre novio, varias veces ministro de la Gobernación y de Gracia y Justicia, para que consiguiera del rey viudo Alfonso XII el permiso de fundar en su ciudad. La prometida veraneaba en Biarritz, como corresponde a la alta burguesía, y se dirigía espiritualmente con un capuchino de Bayona, el cual sería el que, vía confesionario (¡Qué mala idea tiene la leyenda!), induciría a su penitente a entrar en el juego restaurador. Este rollo es, sin duda, un argumento novelesco que no corresponde a la realidad.
Galdós retrata a Romero Robledo, “el pollo antequerano”, como guapo, rico, simpático, elegante, culto, de labia brillante y siempre a flote como la espuma; es la única vez que don Benito introduce en una de sus obras (“Cánovas” en este caso) a un andaluz retratándolo con tanta cualidad positiva, posiblemente porque el “pollo” más dandy de Madrid ofrecía como contrapartida el ser llamado también “el gran elector” (“Aseguro a Vuestra Majestad – le dijo impúdicamente al rey- que en las próximas elecciones no votarán los enemigos de la monarquía”). Maestro de torear presiones y de aceptarlas, pero siempre con beneficio político, cocinero de estadísticas de votantes solo superado hoy por las cocinas de la Moncloa. En cuanto a “su prometida”, ¿de quién se trata? Era público que cambiaba de “prometida” con mucha frecuencia y eran famosas sus fiestas (“francachelas” las llamaba Silvela) en su palacete de Madrid, no precisamente para pedir al Señor la restauración de los capuchinos en España. Por otra parte, contrajo matrimonio con una hija de un multimillonario cubano, a los 36 años, cuando había dejado ser “pollo” y era reconocido como gallo de pelea. No creo que esta señora, hija del magnate del azúcar y defensor de la esclavitud, pues eran esclavos los que trabajaban en sus ingenios azucareros, necesitara ayuda espiritual de un capuchino exclaustrado.
La verdad es que leyendo las cartas del obispo de Cádiz P. Félix Arriete, que había sido capuchino (P. Félix Mª de Cádiz), sobre el tema de la restauración de la Orden en España, sabemos que fue una negociación larga y difícil y que se barajaron varios lugares. Aquí es posible que el ministro optara por aceptar la instalación en su ciudad del primer convento religioso. Dice el obispo Arriete: “Cuidado que esos políticos no vayan a engañarnos, pues no me fío de ninguno”.
Obtenido el permiso regio para refundar Antequera, todo se compró (Romero Robledo no dio ni una limosna que se sepa, bastante tenía con atender al rey y a otros ilustres invitados en su casa de El Romeral, hoy convertida en centro especializado en “eventos”).
Se empezó por la casa de los patronos, adjunta a la iglesia; más adelante pudo adquirirse el convento propiamente dicho y la huerta (“Consigan pronto lo de Antequera”, aconseja el P. General Bernardo de Andermatt). Aparecen ya, a principios del siglo XX, un grupo de seráficos que se retratan alrededor del P. Ambrosio de Valencina (uno de ellos sería el santo obispo Leopoldo de Ubrique, al que Vargas Llosa convierte en héroe en su novela “La muerte del chivo”, donde lo trata como uno de los pocos opositores al dictador dominicano Trujillo).
En la vieja hospedería se edifica el Seminario Seráfico, bien entrado el siglo XX, bajo la dirección del malogrado P. Pablo de Ardales, aunque la fama se la llevó su primo hermano, P. Juan Bautista, que era el Provincial.
En 1936 y en las puertas del convento ofrecieron su vida al Señor nuestros Mártires, des-pués de meses de acoso psicológico y persecución “científicamente” estudiada. Hemos llegado a conocer algunos supervivientes de la masacre: PP. Jerónimo de Málaga, Sebastián de Villaviciosa y Manuel de Pedrera, que nunca llegaron a asimilar la experiencia vivida, y Sebastián, en depresiones periódicas, se consideraba rechazado de Dios por haberlo librado del martirio. Años más tarde, Guerrero de Güejar Sierra, uno de aquellos niños testigos de la muerte cruel de sus profesores, me comunicaba que todavía sufría terrores nocturnos. ¡Y ya era padre de familia! Habían pasado muchos años, pero el reloj del terror se detiene en la hora del horror sufrido. Nuestros Mártires, hoy Beatos, reposan en su capilla de culto en la iglesia.
Después de la guerra civil, aumento de vocaciones. En los años 60 hay que ampliar el seminario. Nadie sospechó que ya era tarde y que en algunos países había comenzado la llamada crisis vocacional. Aquí no había plena conciencia de dicho cambio de paradigma en la vida religiosa, y la muestra está en el siguiente dato: hay conservados en el archivo distintos proyectos para el seminario, todos ellos en direcciones diferentes, y a veces contrapuestas. Por si faltaba ilusión y espacios, se compró en estos años el llamado “solar de Cámara” para campo de deportes; este solar había sido la granja conventual antes de la exclaustración. El último proyecto es heroico, data de finales de los 70, y en él se decide que los niños de bachiller pasen a estudiar al Instituto de Segunda Enseñanza, quedándose a cursar estudios en casa solamente los seráficos de EGB. El último alumno, con el que se cerró el Seminario, natural de Huelva, no pidió pasar a la siguiente etapa de formación y actualmente es profesor de Patrística en el Centro de Estudios Teológicos de Lima.
Antequera también fue sede de Postulantado y Noviciado hasta hace relativamente poco tiempo. Los novicios empezaron a convertir en jardín el ala norte del solar o campo de deportes, que era un pedregal. Los escépticos de entonces que opinábamos la tarea como imposible, hoy reconocemos que el jardín de los novicios tiene los cipreses y pinos mediterráneos superando en altura al edificio conventual; no pueden faltar higueras, “el más hermoso de los árboles del huerto”, ni parterres sembrados (que faltando Paco ya no se siembran), ni parrales, ni macizos de espliego y romero. La solanera de antaño, hoy ofrece sombra y pájaros… y gatos cazadores.
Espero que no falte una cumplida crónica de este convento que se va a cerrar. A mí se me ha hecho tarde. El crepúsculo en Antequera es muy largo y el Torcal luce esas nubes que aquí llaman “blandura”, que vienen de la costa arrastrándose por los montes (para unos los van lamiendo, o besándolos para otros) hasta desaparecer. Por si me faltaba algo, me acompaña Cesaría Évora con su lamento de que no hay camino que la conduzca a San Tomé.
Hno. Fernando Linares Fernández
«Punto de Encuentro«. Nº 148. Mayo 2021, pags. 16-18.