Juan José Tamayo, en su ‘última lección’ en la Universidad Carlos III, recordó cómo Pablo de Tarso y Bloch pensaban que lo mejor de las religiones es que producen disensiones y herejes.
“Buena parte de mi trabajo intelectual, de mis publicaciones y de mis sueños despiertos han girado en un juego dialéctico entre la utopía y la distopía. Días enteros y muchas noches en vigilia he dedicado a intentar hacerlas realidad a través de la praxis histórica emancipatoria”, escribe el teólogo Juan José Tamayo Acosta en ¿Ha muerto la utopía? ¿Triunfan las distopías?. Así ha titulado su última lección como profesor de la Universidad Carlos III, en Getafe (Madrid), publicada en forma de libro con 140 páginas. Un resumen lo leyó anoche en la facultad de Humanidades, Comunicación y Documentación, en la que en los últimos 19 años ha dirigido la Cátedra de Teología y Ciencias de la Religión Ignacio Ellacuría por un empeño personal de su primer rector, Gregorio Peces Barba.
Tamayo Acosta (Amusco. Palencia. 1946) recuerda que este mes se cumplen cincuenta años de su actividad docente, desde que comenzó en 1968 en la Escuela de Artes y Oficios de Palencia, hasta la protocolaria Ultima lectio (Ultima lección) de ayer en la Carlos III. Por el camino, deja medio centenar de libros fundamentales para entender el pensamiento religioso contemporáneo (más otras 25 publicaciones colectivas promovidas por él mismo: “Tengo más libros que años”, ironiza), muchos de ellos traducidos al italiano, portugués, francés, inglés, árabe, polaco y alemán, además de incontables artículos de investigación en revistas de filosofía, teología y ciencias sociales. También impulsó con lo más granado de la teología española la Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII, de la que es secretario general, y enseña como profesor invitado en las mejores universidades de Europa, América Latina, Estados Unidos y África. Es, sin duda, un teólogo famoso, como sus editores constatan cada año por las ventas de sus libros en varios países.
La tesis de Tamayo es que la utopía constituye el motor de la historia. «Sin ella la humanidad se hubiera detenido en un pasado a-histórico y la vida de los seres humanos sería un viaje a ninguna parte sin norte. Sin utopía en el horizonte se impone la barbarie. El adagio popular ‘la esperanza es lo último que se pierde’ convive con la afirmación de Dante a la entrada del infierno: ‘dejad a la puerta toda esperanza’. Si el adagio primero genera unas ganas de vivir irreprimibles, la afirmación de Dante puede desembocar en resignación insuperable o en desesperación. El inconformismo cohabita con el conformismo en el ser humano».
Cuando comenzó a escribir esta lección jubilar, en realidad un mero ritual académico pues continua como profesor emérito, a Tamayo le vino a la memoria un texto escrito por un autor hebreo entre los siglos IV y III antes de la era común y recogido en la Biblia judía con el título Palabras de Qohélet, hijo de David, rey de Jerusalén (en la biblia cristiana, el Eclesiastés). En realidad, Qohélet no es un nombre propio, sino el que habla en la asamblea, el Predicador. Se abre con la famosa proclamación: “Vanidad de vanidades, y todo vanidad” (en griego “Mataiotes mataiotetos, kai panta mataiotes”), y transmite el pesimismo que más tarde predica el cristianismo romano al definir el mundo como un valle de lágrimas.
Esto afirma Tamayo: “El libro transmite una filosofía pesimista, subraya la negatividad de la historia, rechaza el presente y llama la atención sobre la vacuidad del bienestar. Es una de las primeras obras que cultiva la distopía como género literario y como actitud ante la vida, para quien la fe-confianza en Dios todopoderoso constituye una alternativa imposible”.
En el mayo francés de 1968, los manifestantes gritaban “Sed realistas. Pedid lo imposible”. Eran rebeldes sin causa y con ella, a la manera de las grandes utopías tejidas mediante una literatura que tiene títulos inmortales, como la República de Platón; Utopía de Tomás Moro, creador del neologismo; la Era del Espíritu de Joaquín de Fiore; la Ciudad del Sol, de Tomasso Campanella, o la Nueva Atlántida de Francis Bacon. Son los libros que han iluminado a Tamayo, y también las utopías del Buen Vivir de las comunidades aymaras, quechuas y qichwas, o Tierra sin Mal, de los guaraníes.
Pero la utopía vive hoy horas bajas. Sostiene Tamayo: “No parece que sean estos tiempos propicios para la utopía. Quizá ningún otro tiempo lo haya sido, como tampoco lo serán los tiempos venideros. Es posible sea ese su estado propio: no el buen lugar, sino el no-lugar, al que hace referencia el neologismo creado por Tomás Moro: u-topía (no-lugar), el tener que nadar contracorriente y ascender cuesta arriba con el viento de cara. Así lo tradujo Francisco de Quevedo en el prólogo a la primera edición castellana en 1637: no ai tal lugar”.
¿Optimista o pesimista? ¿Utópico o distópico? Es la pregunta que suelen hacerle a Tamayo al final de sus clases, cursos y conferencias sobre la utopía. Ha decidido definirse como un pesimista esperanzado. “La realidad no da para ser optimista. Estamos sometidos a una serie de sistemas de dominación en racimo que se apoyan y legitiman, cuyo objetivo último es robarnos la esperanza, robársela a las personas y colectivos empobrecidos, que es, posiblemente, uno de los mayores latrocinios que está cometiendo el neoliberalismo. Pero al mismo tiempo soy esperanzado, porque ese pesimismo no me lleva a cruzarme de brazos, sino que me induce a actuar, y la acción es ya de por sí una respuesta al pesimismo ambiente. Coincido con Antoni Gramsci cuando habla del pesimismo de la razón y del optimismo de la voluntad, y con José Carlos Mariátegui, que se refiere al pesimismo de la realidad y el optimismo de la acción.”
Calificar hoy a una persona de utópica no es, precisamente, un halago, y menos aún el reconocimiento de un valor o de una cualidad encomiable. “Muy al contrario: es una descalificación en toda regla. Es como llamarla ingenua, no tener sentido de la realidad, vivir colgada de las nubes sin hacer pie en la realidad, ser una ilusa, y otras lindezas similares. Las personas y los proyectos utópicos, así como los movimientos sociales críticos con la globalización neoliberal, las organizaciones alterglobalizadoras que luchan por otro mundo posible, sufren hoy un clamoroso e inmerecido destierro, similar al de los poetas en la República de Platón, que eran expulsados de la ciudad ideal porque eran meros imitadores y no alcanzaban la verdad”.
Tamayo quiere vivir utópicamente, “sin renunciar a los sueños, sobre todo a los sueños despiertos”. Pese a su fama y prestigio entre los pensadores de todas las religiones, ha sufrido no pocos disgustos a lo largo de su vida académica. Su primer libro, Iglesia popular. Por una Iglesia del pueblo, fue secuestrado en 1976 por orden del Tribunal de Orden Público (TOP). La Conferencia Episcopal Española, entonces un poder fáctico, lo consideraba insultante pese a no contar más que verdades como puños; y en 2002, la Pontificia Congregación para la Doctrina de la Fe, que es como se llama ahora el siniestro Santo Oficio de la Inquisición, y su equivalente en la Conferencia Episcopal Española, condenaron sin contemplaciones su libro Dios y Jesús. El horizonte religioso de Jesús de Nazaret.
Desde entonces es oficialmente un hereje, según los obispos, y uno de los teólogos más famosos, según los cristianos de bases. Pese a su disgusto, pues sigue considerándose un teólogo católico, creyente y practicante, se toma con ironía la situación. Dice: “Dos pensadores de orientación religiosa tan divergente como Pablo de Tarso y Ernst Bloch convienen en la necesidad de la herejía. Interpreto que es la herejía de la esperanza. Pablo de Tarso afirmaba: «oportet haereses ese”, que suele traducirse como “conviene que haya disensiones» para que resplandezca la verdad; y Ernst Bloch escribe en el frontiscipio de su libro El ateísmo en el cristianismo: «Lo mejor de las religiones es que produce herejes». Efectivamente, así ha sido históricamente: la heterodoxia religiosa en el terreno doctrinal ha dado lugar a las grandes revoluciones”.
Juan G. Bedoya
Publicado en el diario “El País”, el 25 de abril de 2018