Vocación Franciscana

Francisco descubre al Cristo hermano

El Cristo se le ha revelado a Francisco, por fin, en el pobre más pobre de la Edad Media, el leproso. Desde ahora irá a encontrarse gustosamente con Él en los hermanos cristianos, nombre que daba a los leprosos. Y ¡cómo agradaba a Francisco designar con este nombre popular a aquellas configuraciones vivas del Señor paciente! Lo que a sus ojos les hacía más dignos de lástima era aquel alejamiento del consorcio humano a que se veían condenados.

Comprendemos ahora, en su contexto histórico, la afirmación inicial del Testamento. Fue el Señor quien «le llevó entre los leprosos» para convertirle. Descubierto el Cristo en el pobre, ya se halla preparado para descubrirlo como «Hermano» en la imagen del crucifijo de San Damián, cuya visión es referida seguidamente en todas las fuentes biográficas. Para entonces se hallaba «cambiado por completo en el corazón», dice Tomás de Celano (2 Cel 10).giotto05b

Sigue después la ruptura con su padre Pedro Bernardone y el desenlace aparatoso ante el obispo, cuando el convertido, desnudo, liberado de todo lazo y de todo convencionalismo, se lanza al riesgo de la nueva vida, confiándose únicamente al Padre del cielo.
Celano le describe ebrio de gozo por la libertad nueva que ahora gustaba su espíritu, pregonando su dicha en provenzal, bosque adelante. Va a pedir trabajo a una abadía, y allí tiene que probar desnudez y hambre. En Gubbio un amigo le proporciona el vestido indispensable. Por fin, «se trasladó a los leprosos y vivió con ellos, sirviéndoles con toda diligencia por Dios; lavábales las llagas pútridas y se las curaba» (1 Cel 17).

Fue su noviciado. Y sería también el noviciado de sus primeros seguidores. Persuadido de que el Cristo acaba por revelarse siempre a quien le busca en el necesitado, les ofrecerá como un regalo esa experiencia tan rica para él en dulces resultados.

La fe de Francisco siguió vivificada toda la vida por el primer descubrimiento de ese «sacramento» de la presencia de Cristo en el pobre: «Cuanto hallaba de deficiencia o de penuria en cualquiera que fuese, lo refería a Cristo con rapidez y espontaneidad, hasta el punto de leer en cada pobre al Hijo de la Señora pobre… Cuando ves un pobre -decía a sus hermanos- tienes delante un espejo donde ver al Señor y su Madre pobre. Y asimismo en los enfermos debes considerar las enfermedades que Él tomó por nosotros» (1 Cel 83 y 85).

Por lo demás, la trayectoria seguida por la gracia en la conversión de Francisco no es una excepción, sino estilo muy normal en la economía de la salvación. Ir al hermano, al hermano indigente sobre todo, es ir a Dios.

Cristo nos espera siempre en la persona de cualquiera que necesita de nosotros (Mt 25,31.46).

[Cf. el texto completo en Vocación Franciscana, esp. pp. 36-37]

por Lázaro Iriarte, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 11 de Marzo de 2016)

Publicado en Florecillas | Deja un comentario

Vocación Franciscana

Francisco descubre al hombre hermano

En el comienzo de su Testamento el santo describe en estos términos el itinerario de su vocación personal: «De esta forma me concedió el Señor a mí, hermano Francisco, dar comienzo a mi vida de penitencia. Cuando yo me hallaba en pecados, se me hacía amarga en extremo la vista de los leprosos. Pero el mismo Señor me llevó entre ellos y usé de misericordia con ellos. Y una vez apartado de los pecados, lo que antes me parecía amargo se me convirtió en dulcedumbre del alma y del cuerpo».

Es la experiencia personal de la trayectoria de la gracia en su conversión. Tal experiencia suele iluminar y gobernar la vida entera del convertido. En san Pablo, el «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» fue un rompiente de luz que vivificaría toda su visión teológica del misterio de Cristo Señor, presente en sus miembros los fieles, y acuciaría su celo por el Evangelio sin lugar al reposo. Para Francisco, el hecho de haber llegado al encuentro con Cristo a través del pobre, sobre todo a través del leproso, en quien se unen pobreza y dolor, se proyectaría en su concepción total de la Encarnación y del seguimiento del Cristo hermano.

Por temperamento y por sensibilidad cristiana el joven Francisco venía ya inclinado a la piedad para con los indigentes. Un día ocurrió que, en un momento de afanosa atención al mostrador en la tienda de paños, despidió sin limosna a un mendigo. Al caer en la cuenta, reprochóse a sí mismo tamaña descortesía, no tanto hacia el pordiosero cuanto hacia el Señor, en cuyo nombre pedía ayuda. Desde aquel día se propuso no negar nada a quien le pidiera en nombre de Dios. Dios, centro de referencia de la caballerosidad depurada del hijo del mercader, iba recibiendo, poco a poco, los rasgos de un rostro familiar: Cristo.

Francisco, ganoso de renombre, camina rumbo a Apulia entre los caballeros de Gualtiero de Brienne. Viendo a uno de ellos pobremente vestido, le regala su propia indumentaria flamante «por amor a Cristo». A la noche siguiente tiene el sueño del palacio lleno de arreos militares, completado poco después con otro sueño en que la voz del Señor le disuade de proseguir la expedición.

Vuelto a Asís, experimentó profundo hastío de los devaneos juveniles, mientras veía crecer en su corazón el interés por los pobres y el goce nuevo de sentarse a la mesa rodeado de ellos. Ya no se contentaba con socorrerles, «gustaba de verlos y oírlos». El gesto burgués de remediar la necesidad del hermano con un puñado de dinero lo hallaba absurdo. Mientras subsiste, en efecto, la desigualdad derivada del nacimiento o de la fortuna, el amor al prójimo no sazona evangélicamente. Más que dar, es preciso darse, ponerse al nivel del pobre. Y Francisco anhelaba experimentar qué es ser pobre, qué es vestir unos andrajos, el sonrojo de tender la mano implorando la caridad pública.

La ocasión se le presentó a la medida de sus deseos en una peregrinación que hizo a Roma. A la puerta de la basílica de San Pedro cambió sus vestidos con los harapos de uno de los muchos mendigos que allí se agolpaban; colocado en medio de ellos pedía limosna en francés. El francés, o más exactamente el provenzal, lengua de trovadores, era la que usaba Francisco cuando, en momentos de exaltación espiritual, afloraba su alma juglaresca. Tenía ahora la experiencia de la pobreza real, la del pobre, que es, al mismo tiempo humillación, inferioridad, falta de promoción pública y, a veces, degeneración física y moral.

La experiencia decisiva, la que le hizo dar la vuelta, valga la expresión, bajo el acoso de la gracia, fue la de los leprosos. Toda la naturaleza de Francisco, delicada, hecha alSubercaseaux-Hospitaldeleprososrefinamiento, se revolvía al espectáculo de las carnes putrefactas de un leproso. Era el momento de dar a Cristo la prueba decisiva de su disponibilidad para «conocer su voluntad». Primero fue el vencimiento con el leproso que le salió al camino en la llanura de Asís: apeóse del caballo, puso la limosna en la mano del leproso y se la besó; el leproso, a su vez, apretó contra sus labios la mano del bienhechor. Pocos días después buscaba él mismo la experiencia dirigiéndose al lazareto para hacer lo propio con cada uno de los leprosos.

El relato de los Tres Compañeros, que parece haber recogido con mayor fidelidad los recuerdos personales de Francisco, después de una alusión expresa al obstáculo que hasta entonces le había impedido acercarse a los leprosos -sus pecados-, añade una observación preciosa en relación con el proceso de la conversión: «Estas visitas a los leprosos acrecentaban su bondad».

[Cf. el texto completo en Vocación Franciscana, esp. pp. 33-36]

por Lázaro Iriarte, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 10 de Marzo de 2016)

Publicado en Florecillas | Deja un comentario

Adorar al Señor Dios

Oración y vida en san Francisco (II)

Cualquiera que desconozca las biografías que hablan de Francisco, podrá creer que la madurez con que vivió su relación con Dios -su oración- le obligaba a llevar una vida retirada y al margen de los problemas que bullían en la sociedad de su tiempo. Sin embargo, no fue así. Sorprende la gran actividad apostólica que realizaba y su acercamiento a los grupos sociales más diversos, con el fin de comunicarles de forma directa y experimental la buena noticia del Evangelio. El talante de itinerancia que adopta en su apostolado es un exponente de su afán por anunciar a todos los hombres que la raíz y el horizonte de lo humano está en Jesús, el Dios que se hace hombre manifestándose en la espesura de nuestra humanidad.

Para Francisco, la oración no fue un tiempo sagrado dedicado exclusivamente a Dios para llenarse de Él y luego poderlo ofrecer a los demás en el apostolado, como a veces insinúan los biógrafos. Toda su vida evangélica, por estar vivida ante la mirada bondadosa de Dios, fue oración, si bien tomaba formas distintas según se materializara en espacios de reflexión y contemplación o en actividades de convivencia y predicación.benlliure22

De este modo, la oración y la vida, o la contemplación y la acción, eran momentos de su ser cristiano que se autentificaban recíprocamente. Por su oración pasaba todo lo creado con su carga de sufrimiento y su capacidad para convertirse en alabanza de Dios (Cánt); pero, al mismo tiempo, su predicación era una invitación a tomar la vida con seriedad, con profundidad, alabando al Señor por habernos amado de una forma tan desinteresada y comprometida (2CtaF 19-62). Para Francisco, alabanza y acción se identificaban hasta el punto de motivar a sus frailes diciéndoles: «Alabad a Dios, porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino Él» (CtaO 8-9).

Para Francisco, como buen medieval, el mundo no es un engranaje mecanicista donde las cosas suceden según sus propias leyes sin que nadie lo habite ni armonice. Él lo pensaba vivo; animado por una Presencia que funda, sostiene y empuja todo lo creado hacia su plenitud (1 R 22,1-4); de ahí su enorme providencialismo. La historia, más que una sucesión de aconteceres inconexos, es el fluir providente de un proyecto nacido del amor. Por eso Francisco recuerda en su Testamento que el Señor fue el que le hizo cambiar de vida y hacer penitencia (v. 1); el que lo acompañó hasta donde estaban los leprosos, para que practicase con ellos la misericordia (v. 2); el que le dio tal fe en las iglesias, como lugar de encuentro entre Dios y los hombres, que no constituían ningún obstáculo a la hora de formular una sencilla oración sobre la cruz (v. 4). Igualmente, fue el Señor el que le concedió una fe tan grande en los sacerdotes, a causa de su ministerio, que prefería callar sus defectos y limitaciones para colaborar con ellos de una forma reverente (vv. 6-10); lo mismo habría que decir de los teólogos (v. 13). Por último, el Señor fue el que le dio los hermanos para que formaran la Fraternidad, inspirándoles que vivieran según la forma del santo Evangelio (v. 14).

Si el mundo no es fruto del azar sino de la magnanimidad amorosa de Dios que lo acompaña en su caminar, la actitud del hombre no puede ser otra más que reconocer esta presencia, abandonándose en sus manos, y hacer de su vida una alabanza continua al que nos llama a participar de su mismo amor.

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]

por Julio Micó, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 8 de Marzo de 2016)

Publicado en Florecillas | Deja un comentario

La Meditación Franciscana II

Fuentes preferidas de la meditación franciscana

El diálogo de Francisco con Dios Trino se alimentaba de la Sagrada Escritura. Francisco conocía con gran claridad el motivo de la dignidad incomparable del Libro de los Libros. En la introducción de su Carta a todos los Fieles afirma: «… me he propuesto anunciaros, por medio de las presentes letras y de mensajeros, las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es la Palabra del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida» (2CtaF 3).

La voz del Verbo divino resuena ininterrumpidamente en las palabras reveladas; en ellas está presente y operante la fuerza del Espíritu Santo. Por eso son «espíritu y vida» (Jn 6,64) para todo aquel que accede a las mismas con fe y amor. Esta visión, sorprendente en una persona que carecía de formación teológica, le llevó a exhortar con insistencia a sus hijos: «Retengamos, por consiguiente, las palabras, la vida y la doctrina y el santo evangelio de aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre…» (1 R 22,41).

Tomás de Celano nos informa de cómo y con qué espíritu se acercaba Francisco, a la Biblia: «Su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar. Leía a las veces en los libros sagrados, y lo que confiaba una vez al alma le quedaba grabado de manera indeleble en el corazón. La memoria suplía a los libros; que no en vano lo que una vez captaba el oído, el amor lo rumiaba con devoción incesante. Decía que le resultaba fructuoso este método de aprender y de leer y no el de divagar entre un millar de tratados… Y aseguraba que quien, en el estudio de la Escritura, busca con humildad, sin presumir, llegará fácilmente del conocimiento de sí al conocimiento de Dios» (2 Cel 102).

Su actitud ante la Biblia, por tanto, no estaba motivada por una curiosidad intelectual, sino por un vivo deseo de encontrarse constantemente con el Señor en su palabra revelada. Su comprensión extraordinariamente profunda del mensaje divino no dependía de una preparación cultural específica, sino que era el resultado de su connaturalidad hacia el mensaje, por obra de su transparente pureza interior, de su vigilante escucha y de su intenso amor. Su lectio divina, «lección divina», aunque verosímilmente no leyó nunca todos los libros sagrados, fue, más que lectura, meditación prolongada, admiración extasiante y docilidad pronta a traducirse en práctica.francisco de asis orando bis

En estrecha conexión con la fuente primaria de la oración, la Biblia, se encuentran los misterios de la salvación. «Durante su enfermedad de la vista sufría tan grandes dolores, que un día le dijo un ministro: «Hermano, ¿por qué no dices a tu compañero que te lea algún pasaje de los profetas o algún otro capítulo de las Escrituras? Tu alma se recreará en el Señor y hallará gran consuelo». Sabía que se alegraba mucho en el Señor cuando escuchaba la lectura de las divinas Escrituras. Mas él respondió: «Hermano, siento todos los días tanta dulzura y consuelo en el recuerdo y meditación de la humildad manifestada en la tierra por el Hijo de Dios, que podría vivir hasta el fin del mundo sin mucha necesidad de escuchar o meditar otros pasajes de las Escrituras»» (LP 79; cf. 2 Cel 105).

Francisco atribuía una importancia preferente al fragmento evangélico de la misa del día. De hecho, en el Alverna, fray León, su compañero íntimo, «se dirigió a la celda que el bienaventurado Francisco empleaba habitualmente para su oración y descanso, a fin de leerle el evangelio de la misa del día. El bienaventurado Francisco, en efecto, cuando no podía acudir a la misa, quería oír el evangelio del día antes de la comida» (LP 87).

La creación, otra fuente de meditación para Francisco, exigiría un largo estudio monográfico. Entre los varios elementos resultaría que la «mística de la naturaleza» de san Francisco es fruto exquisito de su oración en contacto vivo con las criaturas, en las cuales contempla siempre la infinita grandeza y bondad del Creador.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 43-45]

por Octaviano Schmucki, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 16 de Febrero de 2016)

Publicado en Florecillas | Deja un comentario

La Meditación Franciscana

Naturaleza de la meditación franciscana

Ante todo, hemos de constatar el hecho innegable de que Francisco, ya desde los inicios de su conversión, se dedicaba con frecuencia y prolongadamente a la oración mental. A su regreso de Espoleto, cuando aún vivía en casa de su padre, encontrándose en cierta ocasión con sus compañeros de fiestas, experimentó de repente la dulzura divina: «Y sucedió que súbitamente lo visitara el Señor, y su corazón quedó tan lleno de dulzura, que ni podía hablar, ni moverse, ni era capaz de sentir ni de percibir nada, fuera de aquella dulcedumbre. Y quedó de tal suerte enajenado de los sentidos, que, como él dijo más tarde, aunque lo hubieran partido en pedazos, no se hubiera podido mover del lugar» (TC 7).

Y añade la misma fuente: «Desde aquel momento…, apartándose poco a poco del bullicio del siglo, se afanaba por ocultar a Jesucristo en su interior, y… se retiraba frecuentemente y casi a diario a orar en secreto. A ello le instaba, en cierta manera, aquella dulzura que había pregustado, y que lo visitaba con frecuencia y, estando en plazas u otros lugares, lo arrastraba a la oración» (TC 8).francisco_de_asis orando

Notemos ya desde ahora el concepto maravilloso que Francisco tenía de la oración: con ella acogía en su interior a Jesucristo. El lector podrá advertir también el nexo existente entre la gracia mística al sentir la irresistible dulzura divina y la predilección por la oración en el recogimiento. En este sentido, meditar significa gustar de la dulzura de Dios presente en nosotros.

Es interesante recordar otro pasaje de la Leyenda de los Tres Compañeros, que se refiere también a este primer período: «Transformado hacia el bien después de su visita a los leprosos, decía a un compañero suyo, al que amaba con predilección y a quien llevaba consigo a lugares apartados, que había encontrado un tesoro grande y precioso. Lleno de alegría este buen hombre, iba de buen grado con Francisco cuantas veces éste lo llamaba. Francisco lo llevaba muchas veces a una cueva cerca de Asís, y, dejando afuera al compañero que tanto anhelaba poseer el tesoro, entraba él solo; y, penetrado de nuevo y especial espíritu, suplicaba en secreto al Padre, deseando que nadie supiera lo que hacía allí dentro, sino sólo Dios, a quien consultaba asiduamente sobre el tesoro celestial que había de poseer» (TC 12).

Dadas las circunstancias de vida en las que se encontraba entonces, Francisco oró insistentemente y de forma particular para que la bondad paternal de Dios le revelase el camino a seguir en el futuro.

Por su parte, san Buenaventura nos refiere cómo se ejercitaba la primitiva fraternidad en la práctica de la oración: «Se entregaban allí [en el tugurio de Rivotorto] de continuo a las preces divinas, siendo su oración devota más bien mental que vocal, debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas. Pero en su lugar repasaban día y noche con mirada continua el libro de la cruz de Cristo, instruidos con el ejemplo y la palabra de su Padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo» (LM 4,3).

Significativo resulta el concepto de oración, tal como se transparenta en algunos textos de los Escritos. En un fragmento de la Primera Regla, Francisco percibe la oración en el hecho de que «el hombre dirija la mente y el corazón a Dios» y advierte el peligro de que «nuestra mente y nuestro corazón se aparten del Señor» (cf. 1 R 22,25-26). Nos hallamos ante una intuición espiritual muy profunda. La oración digna de este nombre no puede agotarse en una retahíla de palabras sin participación del espíritu, «como hacen los paganos, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados» (Mt 6,7), o en la reflexión teórica sobre Dios, ni siquiera en un afecto piadoso pasajero. Por el contrario, orar es el encuentro personal del hombre con Dios al nivel de aquella profundidad del alma que los místicos llaman «ápice de la mente», «hondón del alma» o, con palabras más accesibles a la mentalidad moderna, centro de la personalidad humana.

Llegados a este punto, hemos de tener presente el hecho de que Francisco vivió de manera sorprendente el misterio de la Santísima Trinidad. «Y hagámosle siempre allí [en el corazón y la mente] habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,27). Por ser el centro de nuestra persona y el lugar donde se da cita y se realiza el encuentro del hombre con Dios Trino, Francisco se esforzaba en que su oración mental estuviera unida a una búsqueda continua de soledad. Pretendía con ello crear un clima más favorable para penetrar en dicha profundidad y encontrar en su corazón a Aquel a quien alaba.

Continuará…

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 41-43]

por Octaviano Schmucki, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 15 de Febrero de 2016)

Publicado en Florecillas | Deja un comentario

Beato Leopoldo de Alpandeire

Leopoldo-RetratoNació en Alpandeire (Málaga, España) el año 1864, en el seno de una familia humilde y laboriosa. Desde muy joven trabajó en el campo, a la vez que profundizaba en su vida de piedad y de caridad. A los 35 años tomó el hábito de los Capuchinos como hermano lego en Sevilla. Desde 1914 vivió en Granada pidiendo limosna para su convento, para los pobres y para las misiones, mientras distribuía la ayuda espiritual del consuelo, consejo y buen ejemplo de una vida austera y pura, incluso en las situaciones revueltas que se vivieron en España. Murió el 9 de febrero de 1956. Fue beatificado el año 2010, y de él dijo Benedicto XVI: «La vida de este sencillo y austero Religioso Capuchino es un canto a la humildad y a la confianza en Dios y un modelo luminoso de devoción a la Santísima Virgen María. Invito a todos, siguiendo el ejemplo del nuevo Beato, a servir al Señor con sincero corazón, para que podamos experimentar el inmenso amor que Él nos tiene y que hace posible amar a todos los hombres sin excepción».

Oración: Dios Padre misericordioso, que has llamado al beato Leopoldo a seguir las huellas de tu Hijo Jesucristo por la senda de la humildad, la pobreza y el amor a la cruz, concédenos imitar sus virtudes para participar junto a él en el banquete del Reino de los cielos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano)

 

Publicado en Noticias | 1 comentario

S. Francisco de Asís. Utopía y Realismo

En el principio de una espiritualidad siempre aparece un hombre carismático. En el caso de la franciscana, Francisco de Asís tiende a desbaratar toda pretensión de sistematizarla en forma de cosmovisión o de reflexión específica. ¿Por qué? Se lo preguntaba ya uno de sus compañeros, Maseo: «¿Por qué a ti, por qué todo el mundo va detrás de ti?». ¿No es acaso el secreto irreductible de Francisco dentro de la historia de la santidad cristiana? La espiritualidad evangélica que él puso en marcha y sigue inspirando hoy a tantos creyentes consiste, por encima de todo, en el carisma personalísimo de ser él mismo, Francisco, esa síntesis señera de radical identidad humana y fiel reflejo de Jesús. Es como si, por primera vez, al contacto con uno de nosotros, se nos despertase la nostalgia íntima del evangelio, más concretamente, de aquella vida e historia insobrepasables, las de Jesús. ¡Nos cuesta tanto creer que nuestra vocación de discípulos sólo podrá ser cumplida cuando Cristo sea todo en cada uno de nosotros!

Francisco de AsísLa experiencia de Francisco

Podemos acercarnos a ella a través de dos cauces: las biografías primitivas y sus escritos. Estos últimos tienen, sin duda, prioridad. La primera sensación, inmediata y feliz: escritos y experiencia, palabra y existencia, se funden. Y basta una actitud de atenta receptividad para sentirnos remozados por dentro.

Ninguno tiene la pretensión de ser un sistema doctrinal. Y no sólo porque casi todos son escritos de ocasión, sino porque Francisco no era un intelectual, sino un profeta. Y se le nota: clarividencia en los núcleos, pedagogía espiritual que va directamente al corazón del creyente, coherencia entre expresión y convicción. Tiene algo de intransferible, cuando la unidad de conciencia posibilita en el hombre aquella creatividad que se percibe brotar de lo hondo muy hondo.

Pero lo curioso es que dicha unidad de conciencia no tiene en él los rasgos de la genialidad. En cada párrafo aparece atraída «desde arriba». Tropezamos siempre con esta paradoja: nunca tan vivo y palpitante como en sus escritos, y nunca más inaprensible. ¿No es verdad que el misterio de un santo permanece velado? La unicidad insobornable de Francisco, como la de cada uno de nosotros, tiene su hogar en la Palabra. Francisco nos lo recuerda; es uno de los rasgos característicos de su espiritualidad.

El primado del evangelio

La Palabra selló su existencia, y esto de un modo determinante y preciso: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio. Y yo la hice escribir en pocas palabras y sencillamente» (Test 14).

El Espíritu volvía a suscitar en su Iglesia el seguimiento de Jesús en pobreza y humildad. Francisco quería cumplir simplemente la vida y doctrina del Señor. No fue original en el propósito, sino en llevarlo a cabo. A diferencia de otros intentos similares de la época, su fe no opuso evangelio a Iglesia. Las Reglas de sus hermanos y discípulos testimonian dicha cohesión profunda. Pero la fuerza de su carisma fue la radicalidad con que hubo de mantener el primado del evangelio sobre cualquier otra instancia.

En este sentido, la espiritualidad franciscana representa la tensión propia del entretiempo del Reino. Puede llamarse carisma e institución, evangelio y ley, gratuidad y eficacia; en cualquier caso Francisco es el signo nítido de una opción preferencial y definida por la obediencia directa y literal al evangelio. Probablemente, en este evangelismo reside su fuerza de atracción, y también sus peligros. Y por ello, sin duda, Francisco suele ser un punto de referencia esencial en épocas, como la actual, en que la crisis de identidad cristiana necesita redescubrir su frescura original.

por Javier Garrido, o.f.m.

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 23 de Enero de 2016)

Publicado en Florecillas | Deja un comentario

Reflejar la mirada del Señor

Es cierto que en Francisco se encuentran también otros acentos, además del de la Carta a un Ministro. En la Carta a toda la Orden, Francisco se subleva contra los hermanos que rehúsan observar la Regla o celebrar el Oficio como prescribe la Regla: «No los tengo por católicos ni por hermanos míos; tampoco quiero verlos ni hablarles hasta que se arrepientan» (CtaO 44; cf. vv. 40-46). Hemos de confesar que, a primera vista, resulta difícil concebir una actitud más opuesta a la que él mismo pedía tan insistentemente en la Carta a un Ministro. Por otra parte, difícil sería imaginar castigo mayor que el quedar excluido de la mirada de Francisco. ¿Bastará para explicar semejante diferencia de tono recordar que la Carta a un Ministro, escrita ciertamente antes de 1223, es anterior a la Carta a toda la Orden, redactada probablemente el año mismo de la muerte de Francisco? Ante los abusos graves y repetidos, ¿se habría endurecido Francisco? La eventual parte de verdad que haya en esta explicación me parece mínima.

En realidad, Francisco no contempla la misma situación en ambos escritos: en la Carta a un Ministro habla, como prueba todo el contexto, de hermanos faltos de delicadeza, difíciles, llenos de defectos. Para con éstos, la misericordia debe emplearse a fondo. La Carta a toda la Orden evoca el caso de hermanos que andan vagando fuera de toda obediencia, que rechazan las prescripciones de la Regla que han prometido observar o que se niegan a celebrar el Oficio. Francisco, en el fondo, comprueba que no son católicos (el rezo del Oficio fue siempre para él un signo necesario de la profesión de fe católica) y que ya no son hermanos suyos (puesto que reniegan de la Regla cuya común profesión los había hecho hermanos a ellos y a él). No estamos ya en presencia de hermanos llenos de debilidades y de defectos, sino de hombres que se han separado ellos mismos de la fraternidad al violar los compromisos que habían asumido. A la espera de que se arrepientan, hagan penitencia y se conviertan de nuevo, Francisco saca la conclusión lógica de su actitud: no quiere verlos ni hablarles. En resumen: sin querer negar que existe una cierta tensión entre las afirmaciones de las dos cartas, hay que reconocer, al menos, que, fundamentalmente, las situaciones contempladas son diferentes.

En la mirada que los hermanos se dirigen unos a otros, se da necesariamente siempre esa tensión. Su mirada expresa siempre a la vez la misericordia, el aliento y estímulo, la invitación a comenzar de nuevo, y también la vigilancia, pues todos son responsables del mantenimiento de la «rectitud de nuestra vida» (1 R 5,4). Así, los Ministros deben «visitar frecuentemente» a sus hermanos, ir a verles, para amonestarlos y animarlos espiritualmente (1 R 4,2). Los hermanos, por su parte, deben «considerar razonable y atentamente la conducta de los ministros y siervos; y si vieren que alguno de ellos se comporta carnal y no espiritualmente en conformidad con nuestra vida», tendrían que seguir todo un proceso para conducirlo a cambiar de orientación (1 R 5,3-4). Podríamos citar otros ejemplos. Esta manera de unir misericordia y aliento, por una parte, exigencia y rigor, por otra, está en profunda conformidad con el Evangelio. Caracteriza la mirada del Señor mismo, con la que comulga Francisco. En último análisis, sin embargo, la misericordia debe prevalecer siempre. Francisco lo justifica con el mismo argumento que el Señor empleaba frente a sus detractores: «No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos» (1 R 5,8; CtaM 15=Mt 9,12).

Cara de CristoCuando los hermanos van por el mundo, su mirada debe también reflejar la de su Salvador, quien no vino al mundo para juzgar o condenar, sino para salvar y traernos la ternura del Padre: «Amonesto y exhorto a todos ellos a que no desprecien ni juzguen a quienes ven que visten de prendas muelles y de colores y que toman manjares y bebidas exquisitos; al contrario, cada uno júzguese y despréciese a sí mismo» (2 R 2,17; cf. 3,10-11; 1 R 11).

La mirada del Hermano Menor debe expresar su negativa a juzgar (Francisco insiste en ello con frecuencia); la actitud acogedora hacia todos y cada uno, reconocido por sí mismo, tal cual es, con su aportación personal; el respeto a todo hombre, cualquiera que sea su raza, su clase social, incluso su mérito o demérito; la confianza depositada en todos y cada uno, porque Dios, el autor de todo bien, está actuando en cualquiera para suscitar en él transformaciones sorprendentes; la disponibilidad al servicio de todos.

No podemos ahora desarrollar más el tema. Se trata, en definitiva, de la mirada de aquel que está habitado por la convicción que animaba a Jesús mismo en todo encuentro: todo ser, cada ser es amado por Dios; ha salido del mismo amor del Padre que crea y sostiene a todos los hombres; tiene, de parte de Dios, una riqueza única que compartir; esta vocación es más importante que todos sus inevitables defectos; mediante todo mi modo de ser, es necesario que yo lo estimule a realizar esa vocación para que, también por él, se construya el Reino de Dios.

por Martín Steiner, o.f.m.

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 17 de Enero de 2016)

 

Publicado en Florecillas | Deja un comentario

CRISTO es el «Siervo»

CRISTO ES EL «SIERVO»
según los escritos de san Francisco

Repetidas veces Francisco da gracias al Padre y lo glorifica porque quiso que su Hijo, «verdadero Dios y verdadero Hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen beatísima Santa María» (1 R 23,3); y el Verbo del Padre recibió, en el seno de la Virgen, «la carne verdadera de nuestra humanidad y fragilidad» (2CtaF 4). Por esto, Francisco saluda a María con términos muy concretos que, en definitiva, no expresan sino su maternidad; a través de ella, Francisco canta la encarnación de Cristo en su seno (CtaO 21; SalVM).
Así, pues, al contrario que las herejías de su tiempo (como los cátaros que hablaban de apariencia de humanidad), Francisco llamó mucho la atención de sus hermanos sobre esta maravilla que lo arrobaba: Dios tomó un cuerpo de hombre.

Su mirada de fe equilibrada no separa nunca la condición divina y la condición humana de Cristo, su rostro glorioso y su rostro sufriente y frágil. En ese Cristo Señor veía siempre a «Aquel que tanto ha sufrido por nosotros». Desde su conversión, Francisco adoptó la oración litúrgica del «Adoramus te» (Test 5), porque expresaba bien lo que él creía y lo que él vivía. Hay que adorar a este Cristo y bendecirlo porque es el Redentor del mundo por su cruz. Para él, como para san Juan, la Gloria de Cristo Señor brota de su anonadamiento, de su humanidad crucificada, donde se manifiesta la Gloria de Dios, es decir, su secreto íntimo.

Cristo-en-la-vida-y-oración-de-san-Francisco-250x315

Y Francisco utilizará otra serie de imágenes que expresan para él ese misterio de anonadamiento:

1. Cristo SIERVO. Cristo es aquel que lavó los pies de sus discípulos; ésta es una de las imágenes cristológicas más fuertes que haya impresionado el espíritu de Francisco. La tarde del Jueves Santo constituye un elemento esencial de la espiritualidad del «hermano menor»; y cuando Francisco querrá que sus hermanos se llamen «menores» (es decir, los más pequeños, los últimos, los siervos de la casa), les impondrá ese nombre refiriéndose evidentemente al gesto de Jesús que lavó, Él mismo, los pies a sus discípulos.

2. El Siervo SUFRIENTE. Es una imagen muy fuerte, que se desprende sobre todo de su «Salterio» (llamado incluso Oficio de la Pasión), donde Francisco se identifica con la voz del Hijo ultrajado que expresa a su Padre su soledad en el sufrimiento a la vez que su confianza filial.

3. Cristo MENDIGO y PEREGRINO. Esta imagen es más original de Francisco, quien, con frecuencia, tiene esta visión insistente y extraña de un Cristo tirado por los caminos del hombre, y que, con su madre, vivió de limosna como todos los mendigos: «Y cuando sea necesario -dice Francisco a sus frailes-, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente, puso su faz como roca durísima, y no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos» (1 R 9,3-5). Esta imagen, que no tiene apoyo concreto en los textos evangélicos, le fue sugerida, tal vez, por palabras como «las raposas tienen cuevas y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). (…)
Cristo es también el Mendigo. Todas las limosnas del mundo le son debidas a Él, y a aquellos que son pobres como Él ante el Padre. «La limosna es la herencia y justicia que se debe a los pobres, adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,8).

4. Cristo es el GUSANO. Imagen cristológica que también evoca en Francisco la encarnación de Cristo rechazado y despreciado, que asumió nuestra condición de «gusanos despreciables y pecadores» (2CtaF 46). (…)

5. Cristo es el CORDERO. En el misterio eucarístico, Francisco discierne a la vez la presencia del Señor resucitado, y también la imagen del Cordero cuya sangre, libremente derramada, es la de la Nueva Alianza. Por lo demás, esta imagen polivalente no evoca simplemente el don y el abandono de Cristo, sino también el Señorío glorioso del Cordero que reina en los cielos, según la visión del Apocalipsis.

6. Cristo es el BUEN PASTOR. Imagen muy querida por Francisco, que la evoca repetidas veces en sus Escritos. Cristo es a la vez el que da su vida por sus ovejas y el que las conduce hacia la vida en plenitud. (…)
Sí, Cristo es ciertamente el Dios creador, el Dios de Israel, el Dios vivo y verdadero, el Juez supremo; pero es también el Siervo que lavó los pies de sus discípulos, el Mendigo, el Peregrino, el Siervo sufriente, el Gusano, el Cordero, el Buen Pastor que dio su vida… Francisco había captado que las riquezas de Cristo no pueden encerrarse ni expresarse en un solo título o en una sola imagen. ¿Cómo «decir» ese misterio del Altísimo que se hace cercano al hombre? Siempre balbuceando. Ayer como hoy. Sin jamás sistematizar un título o una imagen, ni siquiera una definición dogmática. Admiración y asombro fueron las principales claves de Francisco.

Por Michel Hubaut o.f.m.
(En “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 9 de Enero de 2016)

Publicado en Florecillas | Deja un comentario

CRISTO es «Señor y Dios»

CRISTO ES «SEÑOR Y DIOS»
según los escritos de san Francisco

Francisco nunca designa a Cristo con el título de Jesús o Jesucristo o Cristo sólo, sino siempre con el de «Señor» Jesu(Cristo), o «Nuestro Señor Jesucristo», que es el título más frecuente. Tiene, pues, como sus contemporáneos, una viva conciencia del «Señorío divino» de Cristo y de su universalidad.murillo sanfrancisco abraza al Crucificadofragmento
Si bien la palabra Dios (Deus) designa la mayoría de las veces a Dios Trinidad o a Dios Padre, designa también en numerosos pasajes a Cristo mismo: «Como a hijos se nos brinda el Señor Dios» (CtaO 11); aquí el contexto eucarístico nos dice que se trata de Cristo. «Y todas las criaturas que están bajo el cielo sirven, conocen y obedecen, a su modo, a su Creador mejor que tú. Y aun los mismos demonios no fueron los que lo crucificaron, sino fuiste tú el que con ellos lo crucificaste, y todavía lo crucificas…» (Adm 5,2-3). ¡Cristo creador! Este es un título que parece poco apropiado teológicamente hablando. Pero, para Francisco, Cristo es de tal modo Hombre y Dios que no separa nunca lo humano y lo divino. Él ve siempre una persona viva, el Hombre-Dios, en quien y con quien el Padre y el Espíritu Santo obran siempre juntos.
Destaquemos, de pasada, que su cristología jamás se separa del misterio trinitario. Para Francisco, el misterio de la Salvación es obra del amor trinitario: «Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, Padre santo y justo, Señor rey de cielo y tierra, te damos gracias por ti mismo, pues por tu santa voluntad, y por medio de tu único Hijo con el Espíritu Santo, creaste todas las cosas espirituales y corporales…» (1 R 23,1). Para él, la Trinidad viva es la creadora y redentora. Ella es un acto de creación y de redención permanentes: cada una de las personas divinas trabaja en la salvación del hombre y de la humanidad. Por otra parte, refiriéndose a Cristo eucarístico, Francisco escribe: «Siendo único en todas partes, obra según le place con el Señor Dios Padre y el Espíritu Santo Paráclito por los siglos de los siglos» (CtaO 33).
Este Jesucristo es realmente el «Dios vivo y verdadero» (CtaCus 8). El día de la Ascensión, Él es «el Dios que asciende sobre el cielo de los cielos hacia el oriente» (OfP 9,10). Francisco tiene, pues, una viva conciencia de la divinidad de Cristo y de su igualdad con el Padre y el Espíritu Santo. Imposible resulta confundir en sus escritos a este Cristo Transcendente y Juez con un gran profeta cualquiera, con un reformador genial o incluso con un simple compañero de camino particularmente inspirado. ¡Él es Dios… Es el Señor! «Que todas las tardes, por medio de pregonero u otra señal, se anuncie que el pueblo entero rinda alabanzas y acciones de gracias al Señor Dios omnipotente. Y sabed que, si no hacéis esto, tendréis que rendir cuenta en el día del juicio, ante vuestro Señor Dios Jesucristo» (CtaA 7-8). Esta visión inspira su actitud de adoración y de veneración ante la gloria y santidad de Cristo Dios, «quien ya no ha de morir, sino que vive eternamente y está glorificado» (CtaO 22); y, especialmente, ante su presencia eucarística. Por eso, Francisco expresa su fe, su temor reverencial y agradecido, por medio del homenaje y de la prosternación: «El hermano Francisco os saluda en Aquel a quien habéis de adorar con temor y reverencia postrados en tierra al escuchar su nombre; el Señor Jesucristo, cuyo nombre es Hijo del Altísimo, el cual es bendito por los siglos» (CtaO 3-4).
En esta materia, pues, Francisco es muy de su época. Pero, en él, esta imagen de Cristo Señor jamás es abrumadora o temible. Porque el Señor nunca es contemplado únicamente en su esplendor divino, sino que lo es también en su existencia humana humilde, pobre y sufriente. En esto se acercaba a la visión de la corriente cisterciense. Francisco proclamará con la misma fuerza que Cristo Señor es verdadero Hombre.

por Michel Hubaut o.f.m.
(en “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 8 de Enero de 2016)

Publicado en Florecillas | Deja un comentario