… Al día siguiente, una vez terminada la misa, diaria y obligatoria, celebrada en la capilla del colegio, asistí a mi primera clase. Fue de gramática. Doce alumnos empezábamos el primer curso. El profesor, llamado Jaime, era castellano viejo, de Villamorisca, un pequeño pueblo leonés. Sorprendido por su perfecta vocalización, a partir de esta clase empecé a tomar conciencia de que tendría que ir corrigiendo mi pronunciación andaluza. Este profesor, capuchino, desempeñaba además, el cargo de director del colegio, cargo que conllevaba la conveniencia de dormir en el dormitorio común (una mampara de albañilería separaba su pequeña celda-habitación de nuestras camas ), y de comer la misma comida y en el mismo refectorio que los alumnos. Como uno de los recién llegados se le quejase durante el recreo del desagradable olor que había dejado en el escusado el anterior usuario, recibió la siguiente respuesta del director: «Lo que hubiera sido milagroso es que hubiese dejado tras de sí olor a rosas”. Respuesta que tuve muy en cuenta a partir de ese día cada vez que hube de entrar en tan reservado lugar. Y lección aprendida: abstenerme de protestar por cosas que son inevitables y lógicas. El incorrecto uso de la expresión “o sea” formaba parte de las costumbres que traía del pueblo el referido quejitas, Así “a las cinco, o sea, a las seis”, te respondía si le preguntabas a qué hora íbamos a merendar.
Mediada la mañana. Bajábamos al salón de actos, para la clase de música, que impartía, el P. Patricio. Éste, más bien bajo y como de 35 años. se comportaba como un compañero, más que como un superior. En el espacioso salón de actos, de una de cuyas paredes colgaban cuadros con motivos relacionados con el descubrimiento de América, se estaban llevando a cabo diversas actividades culturales y artísticas. Un grupo de alumnos de los cursos 3º y 4º ensayaban el primer acto de “La venganza de Don Mendo” de Muñoz Seca, en el escenario levantando al fondo del salón. Anteriormente, formando un bien conjuntado coro, habían repasado uno de los motetes que cantarían el próximo 4 de Octubre, día de San Francisco, que empezaba así:
¡Oh gloria de Asís, serafín del amor
Cuán dichoso sois,
Con vuestro pecho herido de amor de Dios!
Finalizada la clase de música con la audición de una pavana (creo que de Ravel) en la pianola, seguida de una interpretación musical ejecutada por el P. Patricio en uno de los dos pianos.
Durante la comida, los colegiales, la mayoría de los cuales procedían del medio rural, leían en voz alta desde una pequeña tarima instalada en el centro del comedor, exponiendo a continuación un breve resumen de lo leído, hasta que el director indicaba que continuara el siguiente. Esta medida que perseguía el que fuésemos habituándonos a expresarnos en público, se complementaba con clases de mímica y de dicción. Me impresionaron las duchas con agua caliente, el gran patio porticado, el grandísimo refectorio y, sobre todo, el dormitorio, una enorme nave rectangular con las camas dispuestas en batería a uno y otro lado, cuyos ventanales daban a un granja de aves. Durante las noches de la feria de Antequera, penetraba por aquellas entreabiertas ventanas la música lejana de tiovivos y verbenas. Asocio a aquellas noches veraniegas la inconfundible voz de Juanito Valderrama cantando “El emigrante”.
No había terminado de asentar bien los pies, de tomar el terreno, cuando llegaron, caso sorpresivamente, las vacaciones de Navidad. De aquellos días recuerdo el largo paseo a una finca boscosa en busca de musgo y de lentisco para el nacimiento que montábamos en el salón de actos; los mantecados, los polvorones y alfajores antequeranos, y las audiciones musicales en las que, a través de placas de pizarra colocadas en una gramola manual, escuchaba por primera vez “Para Elisa” de Beethoven y el «Ave Maria» de Schubert. Y «Boquerón de plata», un pasadoble que no he vuelto a oír. Estas audiciones informales, de libre asistencia, tenían lugar en el aula grande, la más alejada del salón de estudios, en la que se impartían las clase de matemáticas y de griego durante los días lectivos.
[Extraido del Libro de José Avila García «Montefrío, años cuarenta».]