En el principio de una espiritualidad siempre aparece un hombre carismático. En el caso de la franciscana, Francisco de Asís tiende a desbaratar toda pretensión de sistematizarla en forma de cosmovisión o de reflexión específica. ¿Por qué? Se lo preguntaba ya uno de sus compañeros, Maseo: «¿Por qué a ti, por qué todo el mundo va detrás de ti?». ¿No es acaso el secreto irreductible de Francisco dentro de la historia de la santidad cristiana? La espiritualidad evangélica que él puso en marcha y sigue inspirando hoy a tantos creyentes consiste, por encima de todo, en el carisma personalísimo de ser él mismo, Francisco, esa síntesis señera de radical identidad humana y fiel reflejo de Jesús. Es como si, por primera vez, al contacto con uno de nosotros, se nos despertase la nostalgia íntima del evangelio, más concretamente, de aquella vida e historia insobrepasables, las de Jesús. ¡Nos cuesta tanto creer que nuestra vocación de discípulos sólo podrá ser cumplida cuando Cristo sea todo en cada uno de nosotros!
Podemos acercarnos a ella a través de dos cauces: las biografías primitivas y sus escritos. Estos últimos tienen, sin duda, prioridad. La primera sensación, inmediata y feliz: escritos y experiencia, palabra y existencia, se funden. Y basta una actitud de atenta receptividad para sentirnos remozados por dentro.
Ninguno tiene la pretensión de ser un sistema doctrinal. Y no sólo porque casi todos son escritos de ocasión, sino porque Francisco no era un intelectual, sino un profeta. Y se le nota: clarividencia en los núcleos, pedagogía espiritual que va directamente al corazón del creyente, coherencia entre expresión y convicción. Tiene algo de intransferible, cuando la unidad de conciencia posibilita en el hombre aquella creatividad que se percibe brotar de lo hondo muy hondo.
Pero lo curioso es que dicha unidad de conciencia no tiene en él los rasgos de la genialidad. En cada párrafo aparece atraída «desde arriba». Tropezamos siempre con esta paradoja: nunca tan vivo y palpitante como en sus escritos, y nunca más inaprensible. ¿No es verdad que el misterio de un santo permanece velado? La unicidad insobornable de Francisco, como la de cada uno de nosotros, tiene su hogar en la Palabra. Francisco nos lo recuerda; es uno de los rasgos característicos de su espiritualidad.
El primado del evangelio
La Palabra selló su existencia, y esto de un modo determinante y preciso: «Nadie me mostraba qué debía hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo evangelio. Y yo la hice escribir en pocas palabras y sencillamente» (Test 14).
El Espíritu volvía a suscitar en su Iglesia el seguimiento de Jesús en pobreza y humildad. Francisco quería cumplir simplemente la vida y doctrina del Señor. No fue original en el propósito, sino en llevarlo a cabo. A diferencia de otros intentos similares de la época, su fe no opuso evangelio a Iglesia. Las Reglas de sus hermanos y discípulos testimonian dicha cohesión profunda. Pero la fuerza de su carisma fue la radicalidad con que hubo de mantener el primado del evangelio sobre cualquier otra instancia.
En este sentido, la espiritualidad franciscana representa la tensión propia del entretiempo del Reino. Puede llamarse carisma e institución, evangelio y ley, gratuidad y eficacia; en cualquier caso Francisco es el signo nítido de una opción preferencial y definida por la obediencia directa y literal al evangelio. Probablemente, en este evangelismo reside su fuerza de atracción, y también sus peligros. Y por ello, sin duda, Francisco suele ser un punto de referencia esencial en épocas, como la actual, en que la crisis de identidad cristiana necesita redescubrir su frescura original.
por Javier Garrido, o.f.m.
(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 23 de Enero de 2016)