Aniversario de la Aprobación de la Primera Regla Franciscana

En 1209, san Francisco hizo escribir la «forma de vida» o regla que el Señor le había inspirado y que se componía sobre todo de breves fragmentos evangélicos. En la primavera de aquel mismo año, el Santo y sus once primeros compañeros se trasladaron a Roma y obtuvieron del papa Inocencio III que se la aprobara verbalmente, con lo que nacía en la Iglesia un nuevo género de vida, una nueva Orden. San Francisco, en su Testamento, relata así el acontecimiento: «Y después que el Señor me dio hermanos, nadie me ensañaba qué debería hacer, sino que el Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. Y yo hice que se escribiera en pocas palabras y sencillamente, y el señor Papa me lo confirmó». Recordando ese hecho trascendental, la familia de san Francisco renueva el 16 de abril su profesión en la vida franciscana.

Confirmación de la Regla

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 16 de Abril de 2016)

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La familia Infante de enhorabuena

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Nuestro compañero y amigo Ignacio Infante Díaz ha querido compartir con todos nosotros la Buena Nueva de que su esposa ya es cristiana. Hace unos días recibió los sacramentos de la iniciación cristiana como son el Bautismo y Confirmación además de su primera Comunión.

En nuestra Asociación Seráfica podemos estar de enhorabuena por lo cerca que hemos vivido este proceso de conversión y, aprovechamos la ocasión, desde nuestro Blog, para desearles todos los parabienes posibles a la familia Infante.

«MI HISTORIA DE SALVACIÓN»

Me has ido formando desde lo oculto, no fue de un día para otro. Enviabas señales en mi camino que yo no sabía interpretar.                                                                                                  

Te doy gracias porque desde siempre me has estado hablando aunque yo no entendía tu lenguaje.

Hoy me doy cuenta  de que aquel día, cuando fui a ver a la Virgen de Lourdes, aquella sensación que tuve, fue tu presencia en mi.  Yo pasé de largo porque no entendía ese lenguaje y, como al pueblo de Israel, me fuiste enviando mensajeros: tu Palabra me llegaba a través de personas, testigos de tu amor.

De todo corazón te doy gracias. En medio de la confusión que me producía mi origen de otra cultura y otra religión, tú me hablabas con palabras que entendía: el bautizo de mi hijo, el cariño de los padres capuchinos, mi suegro que quiso bautizarme y hoy ve cumplido su deseo, mi  familia; mi hija, cuñados y sobrinos,  que me apoyan;  el grupo de familias de la parroquia. Me cubres con tu inmensa misericordia en la grandeza del amor de mi marido, en su abrazo me sentí  reconocida, criatura nueva, reconstruida en el amor.

Me sentaste en la misma mesa  con los pobres, los vagabundos, los ricos, los emigrantes y nuestro Padre Paco nos bendijo la mesa; pude entender con ese gesto que todos somos iguales y que gente de diferentes lenguas podemos hablar un único lenguaje: el del amor y la acogida.

Y  yo , aún dándome cuenta,  no te contestaba.  Señor,  fui muy dura contigo pero tú has insistido y me has hablado a través de muchos signos, te doy gracias de todo corazón por tu amor que me desborda.

Con lazos de ternura me has ido atrayendo hacia ti poco a poco. Esperando a mi hijo en la catequesis cada vez me acercaba más a la parroquia, tu familia,  donde he sido acogida como una más.

Hoy sé lo que me pides: que forme parte de tu pueblo, que sea tu amiga y que te siga.

Y ¿sabes lo que te digo, Señor?, que lo has conseguido, que ya soy tuya y que ya no me apartaré de ti.

Tú me has llamado a proclamar entre los pobres que tu misericordia es inmensa, a través de la colaboración en Cáritas. Yo te digo: aquí estoy, Señor, y Tú, cada día pones en mi camino alguien que me necesita y de esta forma mi vida se llena de sentido y gratitud.

Quiero servirte, Señor, aquí estoy, envíame.

Mostramos unos fotogramas de tan feliz acontecimiento:

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Vocación Franciscana

Itinerario penitencial de santa Clara
En un contexto social y familiar diferente del de Francisco, Clara de Favarone recorre su camino de conversión y de descubrimiento progresivo de la vida, a la que Dios la llama, que no dista mucho sustancialmente de los pasos dados por el Santo. Hay una diferencia: ella cuenta con un guía en su respuesta al plan divino: el ejemplo y la palabra del mismo Francisco, experimentado ya en las vías evangélicas y en el seguimiento del Cristo pobre y crucificado. También ella habla de conversión y de vida de penitencia, de los sufrimientos e incertidumbres de los primeros pasos, del «don de las hermanas», de la forma de vida trazada por el Santo; y afirma con énfasis el compromiso asumido de seguir a Cristo en pobreza y humildad, en virtud de la promesa hecha «a Dios y al padre san Francisco».

clara-recibe-el-ramoEn su Testamento Clara reconoce haberse encontrado, antes de la conversión, entre las vanidades del mundo. No habla, como Francisco, de pecados: alma transparente, enemiga de hipérboles, no se presenta como una pecadora; por los datos del Proceso y de la Leyenda cabe concluir que ni siquiera condescendió con tales vanidades. Al contrario, educada en la escuela de su madre, Ortolana, en un clima familiar de fe y de piedad cristiana, «cuando comenzó a advertir los primeros estímulos del amor santo, miró como despreciable la flor efímera y falsa de la mundanidad; la unción del Espíritu Santo le daba luz para atribuir escaso valor a las cosas que valen poco».

Precisamente porque en ella no existía el obstáculo de los «pecados» para sentir la compasión por los pobres, ya desde la infancia se preocupaba de la suerte de los mismos; de la mesa bien provista de la casa paterna guardaba manjares, que después hacía llegar secretamente a los pobres.

Quizá fue la única persona de Asís en grado de comprender la locura del joven Francisco después del episodio de la renuncia en presencia del obispo. Contaba unos trece años cuando tuvo noticia de que un grupo de pobres trabajaba en la reconstrucción de Santa María de la Porciúncula y dió a Bona de Guelfuccio, su confidente, una suma de dinero con el encargo de llevarlo a aquellos trabajadores, «para que comprasen carne».

¿Se trataba de Francisco y de sus colaboradores? Es muy probable. En tal caso sería, tal vez, la primera noticia que tuvo el convertido de la hija de los Favarone. Este conocimiento se hizo interés de afinidad espiritual en 1210, cuando Rufino, primo de Clara, entró a formar parte de la fraternidad y Francisco predicó en la catedral, con la cual hacía ángulo la casa de los Favarone.

Algo más tarde, hacia 1211, Francisco se decidió a «arrancarla del mundo» y dieron comienzo aquellas citas secretas, en las cuales la exhortaba a «despreciar el mundo». Parece que la iniciativa de aquellos encuentros, con el riesgo que suponían para una joven de familia noble si el hecho llegaba a conocimiento de los suyos, partió de la misma Clara, la cual, «al oír hablar de Francisco, al punto tuvo deseos de verlo y de escucharle; y no era menor el deseo de él de encontrarla y de hablarle».

Enfervorizada cada día más con esos coloquios, Clara, «inflamada en fuego celeste, dio un adiós tan resuelto a la vanagloria terrena, que en adelante ningún halago mundano pudo pegarse a su corazón… Le resultaba insoportable el hastío de la pompa y ornamento secular y despreciaba como basura todo lo que atrae externamente la admiración, a fin de ganar a Cristo». images

Francisco había encontrado en la generosa doncella la condición fundamental, enseñada por él a los hermanos, para acoger «el espíritu del Señor» y abrirse a su acción: «un corazón limpio y una mente pura».

Sabedor de que la familia estaba ya en los preparativos de la boda, Francisco dispuso personalmente el plan de la fuga nocturna. Y Clara acogió sin vacilar semejante locura, que la obligaría, también a ella, a romper con todos los convencionalismos sociales. La fuga tuvo lugar, con pleno éxito, en la noche del 18 al 19 de marzo de 1212. Francisco y los hermanos, «que velaban en oración, la recibieron con antorchas encendidas» en la Porciúncula. Allí, ante el altar de la Virgen, Clara prometió obediencia a Francisco; y él, personalmente, le cortó la cabellera en señal de renuncia al mundo y de consagración a Dios. Siguió la lucha con los familiares.

[Cf. el texto completo en Vocación Franciscana, esp. pp. 42-45]

por Lázaro Iriarte, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 13 de Marzo de 2016)

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Vocación Franciscana

Francisco descubre el Evangelio como proyecto de «vida»

El tercer estadio de la conversión de Francisco tuvo una larga espera purificante en soledad y oración. Se sentía solo, rechazado por los suyos, mirado por todos como un pobre desequilibrado.

Fueron, más o menos, dos años y medio de grande sufrimiento interior, como no podía ser menos en aquel viraje total de la vida. Es la típica situación del convertido, que ve con claridad lo que ya ha terminado para él, lo que Dios no acepta en su vida, pero aún no ha descubierto «el camino»: se siente impulsado hacia lo desconocido, abandonado a la acción divina.

Reconstruyendo la iglesia de San DamiánUn anticipo del descubrimiento definitivo lo tuvo el día en que se dispuso a ejecutar, con prontitud caballeresca, la orden recibida del Crucificado de reparar la iglesita de San Damián. Fuese a casa, tomó consigo las mejores telas del almacén de su padre, cargó el caballo y, en Foligno, vendió telas y caballo. Vuelto a Asís, fue a encontrar al capellán de San Damián para darle el encargo de reconstruir la iglesia. Razonaba todavía como buen rico cristiano. Pero el sacerdote rehusó recibir aquel dinero.

Semejante negativa fue interpretada por el joven convertido como un rechazo, por parte del Señor, de sus recursos humanos: aceptaba sólo su persona, no sus bienes. Arrojó la bolsa en una ventana, despreciando el dinero como si fuera polvo. «Hubiera querido emplearlo todo en socorrer a los pobres y en restaurar la capilla» (1 Cel 14); pero ahora tenía que llegar a la conclusión de que, para ser verdadero hermano de los pobres, había que hacerse pobre como ellos y de que las obras de Dios no se hacen con dinero, sino con la donación personal.

Después de la renuncia total en manos de su padre y de su primera y dura experiencia de la pobreza alegre, regresó a Asís, dispuesto a poner por obra el mandato del Señor crucificado, pero con sus propias manos. Hubo de aprender el oficio de albañil, mendigar el material piedra a piedra y pedir la colaboración de otros pobres, compartiendo con ellos las limosnas. Así, sin dinero, logró reconstruir no sólo una iglesia, sino luego una segunda y después una tercera, y hubiera continuado reconstruyendo iglesias, si una nueva manifestación del designio divino no le hubiera hecho ver que aquel servicio prestado al Cristo pobre no era sino un adiestramiento simbólico para su grande misión en la santa madre Iglesia.

En adelante el dinero no contará absolutamente en su vida; lo excluirá decididamente más tarde, en la Regla, de los medios de presencia y de acción de su fraternidad.

Esta postura le fue confirmada en forma definitiva el día en que, asistiendo a la misa en la iglesita de la Porciúncula, la tercera reconstruida por él, se sintió interpelado por la página evangélica de la misión. El texto escuchado debió de ser el de Lc 10,1-9: Jesús manda a sus discípulos a anunciar el Reino, con mansedumbre de corderos, sin provisiones de viaje, sin bolsa, llevando el saludo de paz, comiendo lo que les sea puesto delante, curando a los enfermos…Iglesia de la Porciúncula

Terminada la misa, se hizo explicar por el sacerdote aquel evangelio. Fue como el despuntar de un día radiante tras una larga noche: «Al momento, fuera de sí por el gozo y movido del espíritu de Dios, exclamó: ¡Esto es lo que yo quería, esto es lo que yo buscaba, esto lo que me propongo poner en práctica con todo mi corazón!».

Sin esperar más, abandona su atuendo de peregrino, que hasta entonces había sido el signo público de su «vida de penitencia», y se presenta vestido de una sencilla túnica ideada por él mismo, ceñida con una cuerda, y con los pies descalzos, anunciando el reino de Dios e invitando a la conversión. Sucedía esto «en el tercer año de su conversión» (1 Cel 21-23).

He aquí el primer efecto del descubrimiento de su vocación evangélica: Francisco siente como una necesidad vital de llevar a los hombres todo cuanto el Señor le va comunicando en el secreto de la contemplación; es un mensaje que él anuncia «con gran fervor de espíritu y gozo de su alma» (1 Cel 23), como quien tiene una «buena nueva» que interesa a todos.

Ahora, además, tiene finalmente una vida que vivir él y que compartir con otros. Así fue: a Franscisco y Bernardo de Quintavallelos pocos días comenzaron a agruparse en torno a él los primeros discípulos, para adoptar la misma manera «de vestir y de vivir». Y Francisco se vio fundador sin pensarlo. No le asustó este nuevo signo de la voluntad divina. Acogió al primer llegado, Bernardo de Quintavalle, con un abrazo. Había tenido que aceptar aquella larga soledad, él, Francisco, tan dado por su natural a la amistad, tan sociable.

[Cf. el texto completo en Vocación Franciscana, esp. pp. 38-41]

por Lázaro Iriarte, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 12 de Marzo de 2016)

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Vocación Franciscana

Francisco descubre al Cristo hermano

El Cristo se le ha revelado a Francisco, por fin, en el pobre más pobre de la Edad Media, el leproso. Desde ahora irá a encontrarse gustosamente con Él en los hermanos cristianos, nombre que daba a los leprosos. Y ¡cómo agradaba a Francisco designar con este nombre popular a aquellas configuraciones vivas del Señor paciente! Lo que a sus ojos les hacía más dignos de lástima era aquel alejamiento del consorcio humano a que se veían condenados.

Comprendemos ahora, en su contexto histórico, la afirmación inicial del Testamento. Fue el Señor quien «le llevó entre los leprosos» para convertirle. Descubierto el Cristo en el pobre, ya se halla preparado para descubrirlo como «Hermano» en la imagen del crucifijo de San Damián, cuya visión es referida seguidamente en todas las fuentes biográficas. Para entonces se hallaba «cambiado por completo en el corazón», dice Tomás de Celano (2 Cel 10).giotto05b

Sigue después la ruptura con su padre Pedro Bernardone y el desenlace aparatoso ante el obispo, cuando el convertido, desnudo, liberado de todo lazo y de todo convencionalismo, se lanza al riesgo de la nueva vida, confiándose únicamente al Padre del cielo.
Celano le describe ebrio de gozo por la libertad nueva que ahora gustaba su espíritu, pregonando su dicha en provenzal, bosque adelante. Va a pedir trabajo a una abadía, y allí tiene que probar desnudez y hambre. En Gubbio un amigo le proporciona el vestido indispensable. Por fin, «se trasladó a los leprosos y vivió con ellos, sirviéndoles con toda diligencia por Dios; lavábales las llagas pútridas y se las curaba» (1 Cel 17).

Fue su noviciado. Y sería también el noviciado de sus primeros seguidores. Persuadido de que el Cristo acaba por revelarse siempre a quien le busca en el necesitado, les ofrecerá como un regalo esa experiencia tan rica para él en dulces resultados.

La fe de Francisco siguió vivificada toda la vida por el primer descubrimiento de ese «sacramento» de la presencia de Cristo en el pobre: «Cuanto hallaba de deficiencia o de penuria en cualquiera que fuese, lo refería a Cristo con rapidez y espontaneidad, hasta el punto de leer en cada pobre al Hijo de la Señora pobre… Cuando ves un pobre -decía a sus hermanos- tienes delante un espejo donde ver al Señor y su Madre pobre. Y asimismo en los enfermos debes considerar las enfermedades que Él tomó por nosotros» (1 Cel 83 y 85).

Por lo demás, la trayectoria seguida por la gracia en la conversión de Francisco no es una excepción, sino estilo muy normal en la economía de la salvación. Ir al hermano, al hermano indigente sobre todo, es ir a Dios.

Cristo nos espera siempre en la persona de cualquiera que necesita de nosotros (Mt 25,31.46).

[Cf. el texto completo en Vocación Franciscana, esp. pp. 36-37]

por Lázaro Iriarte, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 11 de Marzo de 2016)

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Vocación Franciscana

Francisco descubre al hombre hermano

En el comienzo de su Testamento el santo describe en estos términos el itinerario de su vocación personal: «De esta forma me concedió el Señor a mí, hermano Francisco, dar comienzo a mi vida de penitencia. Cuando yo me hallaba en pecados, se me hacía amarga en extremo la vista de los leprosos. Pero el mismo Señor me llevó entre ellos y usé de misericordia con ellos. Y una vez apartado de los pecados, lo que antes me parecía amargo se me convirtió en dulcedumbre del alma y del cuerpo».

Es la experiencia personal de la trayectoria de la gracia en su conversión. Tal experiencia suele iluminar y gobernar la vida entera del convertido. En san Pablo, el «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» fue un rompiente de luz que vivificaría toda su visión teológica del misterio de Cristo Señor, presente en sus miembros los fieles, y acuciaría su celo por el Evangelio sin lugar al reposo. Para Francisco, el hecho de haber llegado al encuentro con Cristo a través del pobre, sobre todo a través del leproso, en quien se unen pobreza y dolor, se proyectaría en su concepción total de la Encarnación y del seguimiento del Cristo hermano.

Por temperamento y por sensibilidad cristiana el joven Francisco venía ya inclinado a la piedad para con los indigentes. Un día ocurrió que, en un momento de afanosa atención al mostrador en la tienda de paños, despidió sin limosna a un mendigo. Al caer en la cuenta, reprochóse a sí mismo tamaña descortesía, no tanto hacia el pordiosero cuanto hacia el Señor, en cuyo nombre pedía ayuda. Desde aquel día se propuso no negar nada a quien le pidiera en nombre de Dios. Dios, centro de referencia de la caballerosidad depurada del hijo del mercader, iba recibiendo, poco a poco, los rasgos de un rostro familiar: Cristo.

Francisco, ganoso de renombre, camina rumbo a Apulia entre los caballeros de Gualtiero de Brienne. Viendo a uno de ellos pobremente vestido, le regala su propia indumentaria flamante «por amor a Cristo». A la noche siguiente tiene el sueño del palacio lleno de arreos militares, completado poco después con otro sueño en que la voz del Señor le disuade de proseguir la expedición.

Vuelto a Asís, experimentó profundo hastío de los devaneos juveniles, mientras veía crecer en su corazón el interés por los pobres y el goce nuevo de sentarse a la mesa rodeado de ellos. Ya no se contentaba con socorrerles, «gustaba de verlos y oírlos». El gesto burgués de remediar la necesidad del hermano con un puñado de dinero lo hallaba absurdo. Mientras subsiste, en efecto, la desigualdad derivada del nacimiento o de la fortuna, el amor al prójimo no sazona evangélicamente. Más que dar, es preciso darse, ponerse al nivel del pobre. Y Francisco anhelaba experimentar qué es ser pobre, qué es vestir unos andrajos, el sonrojo de tender la mano implorando la caridad pública.

La ocasión se le presentó a la medida de sus deseos en una peregrinación que hizo a Roma. A la puerta de la basílica de San Pedro cambió sus vestidos con los harapos de uno de los muchos mendigos que allí se agolpaban; colocado en medio de ellos pedía limosna en francés. El francés, o más exactamente el provenzal, lengua de trovadores, era la que usaba Francisco cuando, en momentos de exaltación espiritual, afloraba su alma juglaresca. Tenía ahora la experiencia de la pobreza real, la del pobre, que es, al mismo tiempo humillación, inferioridad, falta de promoción pública y, a veces, degeneración física y moral.

La experiencia decisiva, la que le hizo dar la vuelta, valga la expresión, bajo el acoso de la gracia, fue la de los leprosos. Toda la naturaleza de Francisco, delicada, hecha alSubercaseaux-Hospitaldeleprososrefinamiento, se revolvía al espectáculo de las carnes putrefactas de un leproso. Era el momento de dar a Cristo la prueba decisiva de su disponibilidad para «conocer su voluntad». Primero fue el vencimiento con el leproso que le salió al camino en la llanura de Asís: apeóse del caballo, puso la limosna en la mano del leproso y se la besó; el leproso, a su vez, apretó contra sus labios la mano del bienhechor. Pocos días después buscaba él mismo la experiencia dirigiéndose al lazareto para hacer lo propio con cada uno de los leprosos.

El relato de los Tres Compañeros, que parece haber recogido con mayor fidelidad los recuerdos personales de Francisco, después de una alusión expresa al obstáculo que hasta entonces le había impedido acercarse a los leprosos -sus pecados-, añade una observación preciosa en relación con el proceso de la conversión: «Estas visitas a los leprosos acrecentaban su bondad».

[Cf. el texto completo en Vocación Franciscana, esp. pp. 33-36]

por Lázaro Iriarte, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 10 de Marzo de 2016)

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Adorar al Señor Dios

Oración y vida en san Francisco (II)

Cualquiera que desconozca las biografías que hablan de Francisco, podrá creer que la madurez con que vivió su relación con Dios -su oración- le obligaba a llevar una vida retirada y al margen de los problemas que bullían en la sociedad de su tiempo. Sin embargo, no fue así. Sorprende la gran actividad apostólica que realizaba y su acercamiento a los grupos sociales más diversos, con el fin de comunicarles de forma directa y experimental la buena noticia del Evangelio. El talante de itinerancia que adopta en su apostolado es un exponente de su afán por anunciar a todos los hombres que la raíz y el horizonte de lo humano está en Jesús, el Dios que se hace hombre manifestándose en la espesura de nuestra humanidad.

Para Francisco, la oración no fue un tiempo sagrado dedicado exclusivamente a Dios para llenarse de Él y luego poderlo ofrecer a los demás en el apostolado, como a veces insinúan los biógrafos. Toda su vida evangélica, por estar vivida ante la mirada bondadosa de Dios, fue oración, si bien tomaba formas distintas según se materializara en espacios de reflexión y contemplación o en actividades de convivencia y predicación.benlliure22

De este modo, la oración y la vida, o la contemplación y la acción, eran momentos de su ser cristiano que se autentificaban recíprocamente. Por su oración pasaba todo lo creado con su carga de sufrimiento y su capacidad para convertirse en alabanza de Dios (Cánt); pero, al mismo tiempo, su predicación era una invitación a tomar la vida con seriedad, con profundidad, alabando al Señor por habernos amado de una forma tan desinteresada y comprometida (2CtaF 19-62). Para Francisco, alabanza y acción se identificaban hasta el punto de motivar a sus frailes diciéndoles: «Alabad a Dios, porque es bueno, y enaltecedlo en vuestras obras; pues para esto os ha enviado al mundo entero, para que de palabra y de obra deis testimonio de su voz y hagáis saber a todos que no hay otro omnipotente sino Él» (CtaO 8-9).

Para Francisco, como buen medieval, el mundo no es un engranaje mecanicista donde las cosas suceden según sus propias leyes sin que nadie lo habite ni armonice. Él lo pensaba vivo; animado por una Presencia que funda, sostiene y empuja todo lo creado hacia su plenitud (1 R 22,1-4); de ahí su enorme providencialismo. La historia, más que una sucesión de aconteceres inconexos, es el fluir providente de un proyecto nacido del amor. Por eso Francisco recuerda en su Testamento que el Señor fue el que le hizo cambiar de vida y hacer penitencia (v. 1); el que lo acompañó hasta donde estaban los leprosos, para que practicase con ellos la misericordia (v. 2); el que le dio tal fe en las iglesias, como lugar de encuentro entre Dios y los hombres, que no constituían ningún obstáculo a la hora de formular una sencilla oración sobre la cruz (v. 4). Igualmente, fue el Señor el que le concedió una fe tan grande en los sacerdotes, a causa de su ministerio, que prefería callar sus defectos y limitaciones para colaborar con ellos de una forma reverente (vv. 6-10); lo mismo habría que decir de los teólogos (v. 13). Por último, el Señor fue el que le dio los hermanos para que formaran la Fraternidad, inspirándoles que vivieran según la forma del santo Evangelio (v. 14).

Si el mundo no es fruto del azar sino de la magnanimidad amorosa de Dios que lo acompaña en su caminar, la actitud del hombre no puede ser otra más que reconocer esta presencia, abandonándose en sus manos, y hacer de su vida una alabanza continua al que nos llama a participar de su mismo amor.

[Cf. el texto completo en Selecciones de Franciscanismo n. 56, 1990, 177-212]

por Julio Micó, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 8 de Marzo de 2016)

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La Meditación Franciscana II

Fuentes preferidas de la meditación franciscana

El diálogo de Francisco con Dios Trino se alimentaba de la Sagrada Escritura. Francisco conocía con gran claridad el motivo de la dignidad incomparable del Libro de los Libros. En la introducción de su Carta a todos los Fieles afirma: «… me he propuesto anunciaros, por medio de las presentes letras y de mensajeros, las palabras de nuestro Señor Jesucristo, que es la Palabra del Padre, y las palabras del Espíritu Santo, que son espíritu y vida» (2CtaF 3).

La voz del Verbo divino resuena ininterrumpidamente en las palabras reveladas; en ellas está presente y operante la fuerza del Espíritu Santo. Por eso son «espíritu y vida» (Jn 6,64) para todo aquel que accede a las mismas con fe y amor. Esta visión, sorprendente en una persona que carecía de formación teológica, le llevó a exhortar con insistencia a sus hijos: «Retengamos, por consiguiente, las palabras, la vida y la doctrina y el santo evangelio de aquel que se dignó rogar por nosotros a su Padre…» (1 R 22,41).

Tomás de Celano nos informa de cómo y con qué espíritu se acercaba Francisco, a la Biblia: «Su ingenio, limpio de toda mancha, penetraba hasta lo escondido de los misterios, y su afecto de amante entraba donde la ciencia de los maestros no llegaba a entrar. Leía a las veces en los libros sagrados, y lo que confiaba una vez al alma le quedaba grabado de manera indeleble en el corazón. La memoria suplía a los libros; que no en vano lo que una vez captaba el oído, el amor lo rumiaba con devoción incesante. Decía que le resultaba fructuoso este método de aprender y de leer y no el de divagar entre un millar de tratados… Y aseguraba que quien, en el estudio de la Escritura, busca con humildad, sin presumir, llegará fácilmente del conocimiento de sí al conocimiento de Dios» (2 Cel 102).

Su actitud ante la Biblia, por tanto, no estaba motivada por una curiosidad intelectual, sino por un vivo deseo de encontrarse constantemente con el Señor en su palabra revelada. Su comprensión extraordinariamente profunda del mensaje divino no dependía de una preparación cultural específica, sino que era el resultado de su connaturalidad hacia el mensaje, por obra de su transparente pureza interior, de su vigilante escucha y de su intenso amor. Su lectio divina, «lección divina», aunque verosímilmente no leyó nunca todos los libros sagrados, fue, más que lectura, meditación prolongada, admiración extasiante y docilidad pronta a traducirse en práctica.francisco de asis orando bis

En estrecha conexión con la fuente primaria de la oración, la Biblia, se encuentran los misterios de la salvación. «Durante su enfermedad de la vista sufría tan grandes dolores, que un día le dijo un ministro: «Hermano, ¿por qué no dices a tu compañero que te lea algún pasaje de los profetas o algún otro capítulo de las Escrituras? Tu alma se recreará en el Señor y hallará gran consuelo». Sabía que se alegraba mucho en el Señor cuando escuchaba la lectura de las divinas Escrituras. Mas él respondió: «Hermano, siento todos los días tanta dulzura y consuelo en el recuerdo y meditación de la humildad manifestada en la tierra por el Hijo de Dios, que podría vivir hasta el fin del mundo sin mucha necesidad de escuchar o meditar otros pasajes de las Escrituras»» (LP 79; cf. 2 Cel 105).

Francisco atribuía una importancia preferente al fragmento evangélico de la misa del día. De hecho, en el Alverna, fray León, su compañero íntimo, «se dirigió a la celda que el bienaventurado Francisco empleaba habitualmente para su oración y descanso, a fin de leerle el evangelio de la misa del día. El bienaventurado Francisco, en efecto, cuando no podía acudir a la misa, quería oír el evangelio del día antes de la comida» (LP 87).

La creación, otra fuente de meditación para Francisco, exigiría un largo estudio monográfico. Entre los varios elementos resultaría que la «mística de la naturaleza» de san Francisco es fruto exquisito de su oración en contacto vivo con las criaturas, en las cuales contempla siempre la infinita grandeza y bondad del Creador.

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 43-45]

por Octaviano Schmucki, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 16 de Febrero de 2016)

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La Meditación Franciscana

Naturaleza de la meditación franciscana

Ante todo, hemos de constatar el hecho innegable de que Francisco, ya desde los inicios de su conversión, se dedicaba con frecuencia y prolongadamente a la oración mental. A su regreso de Espoleto, cuando aún vivía en casa de su padre, encontrándose en cierta ocasión con sus compañeros de fiestas, experimentó de repente la dulzura divina: «Y sucedió que súbitamente lo visitara el Señor, y su corazón quedó tan lleno de dulzura, que ni podía hablar, ni moverse, ni era capaz de sentir ni de percibir nada, fuera de aquella dulcedumbre. Y quedó de tal suerte enajenado de los sentidos, que, como él dijo más tarde, aunque lo hubieran partido en pedazos, no se hubiera podido mover del lugar» (TC 7).

Y añade la misma fuente: «Desde aquel momento…, apartándose poco a poco del bullicio del siglo, se afanaba por ocultar a Jesucristo en su interior, y… se retiraba frecuentemente y casi a diario a orar en secreto. A ello le instaba, en cierta manera, aquella dulzura que había pregustado, y que lo visitaba con frecuencia y, estando en plazas u otros lugares, lo arrastraba a la oración» (TC 8).francisco_de_asis orando

Notemos ya desde ahora el concepto maravilloso que Francisco tenía de la oración: con ella acogía en su interior a Jesucristo. El lector podrá advertir también el nexo existente entre la gracia mística al sentir la irresistible dulzura divina y la predilección por la oración en el recogimiento. En este sentido, meditar significa gustar de la dulzura de Dios presente en nosotros.

Es interesante recordar otro pasaje de la Leyenda de los Tres Compañeros, que se refiere también a este primer período: «Transformado hacia el bien después de su visita a los leprosos, decía a un compañero suyo, al que amaba con predilección y a quien llevaba consigo a lugares apartados, que había encontrado un tesoro grande y precioso. Lleno de alegría este buen hombre, iba de buen grado con Francisco cuantas veces éste lo llamaba. Francisco lo llevaba muchas veces a una cueva cerca de Asís, y, dejando afuera al compañero que tanto anhelaba poseer el tesoro, entraba él solo; y, penetrado de nuevo y especial espíritu, suplicaba en secreto al Padre, deseando que nadie supiera lo que hacía allí dentro, sino sólo Dios, a quien consultaba asiduamente sobre el tesoro celestial que había de poseer» (TC 12).

Dadas las circunstancias de vida en las que se encontraba entonces, Francisco oró insistentemente y de forma particular para que la bondad paternal de Dios le revelase el camino a seguir en el futuro.

Por su parte, san Buenaventura nos refiere cómo se ejercitaba la primitiva fraternidad en la práctica de la oración: «Se entregaban allí [en el tugurio de Rivotorto] de continuo a las preces divinas, siendo su oración devota más bien mental que vocal, debido a que todavía no tenían libros litúrgicos para poder cantar las horas canónicas. Pero en su lugar repasaban día y noche con mirada continua el libro de la cruz de Cristo, instruidos con el ejemplo y la palabra de su Padre, que sin cesar les hablaba de la cruz de Cristo» (LM 4,3).

Significativo resulta el concepto de oración, tal como se transparenta en algunos textos de los Escritos. En un fragmento de la Primera Regla, Francisco percibe la oración en el hecho de que «el hombre dirija la mente y el corazón a Dios» y advierte el peligro de que «nuestra mente y nuestro corazón se aparten del Señor» (cf. 1 R 22,25-26). Nos hallamos ante una intuición espiritual muy profunda. La oración digna de este nombre no puede agotarse en una retahíla de palabras sin participación del espíritu, «como hacen los paganos, que se figuran que por su palabrería van a ser escuchados» (Mt 6,7), o en la reflexión teórica sobre Dios, ni siquiera en un afecto piadoso pasajero. Por el contrario, orar es el encuentro personal del hombre con Dios al nivel de aquella profundidad del alma que los místicos llaman «ápice de la mente», «hondón del alma» o, con palabras más accesibles a la mentalidad moderna, centro de la personalidad humana.

Llegados a este punto, hemos de tener presente el hecho de que Francisco vivió de manera sorprendente el misterio de la Santísima Trinidad. «Y hagámosle siempre allí [en el corazón y la mente] habitación y morada a aquél que es Señor Dios omnipotente, Padre e Hijo y Espíritu Santo» (1 R 22,27). Por ser el centro de nuestra persona y el lugar donde se da cita y se realiza el encuentro del hombre con Dios Trino, Francisco se esforzaba en que su oración mental estuviera unida a una búsqueda continua de soledad. Pretendía con ello crear un clima más favorable para penetrar en dicha profundidad y encontrar en su corazón a Aquel a quien alaba.

Continuará…

[Cf. Selecciones de Franciscanismo, vol. III, n. 7 (1974) 41-43]

por Octaviano Schmucki, OFMCap

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano, publicado el 15 de Febrero de 2016)

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Beato Leopoldo de Alpandeire

Leopoldo-RetratoNació en Alpandeire (Málaga, España) el año 1864, en el seno de una familia humilde y laboriosa. Desde muy joven trabajó en el campo, a la vez que profundizaba en su vida de piedad y de caridad. A los 35 años tomó el hábito de los Capuchinos como hermano lego en Sevilla. Desde 1914 vivió en Granada pidiendo limosna para su convento, para los pobres y para las misiones, mientras distribuía la ayuda espiritual del consuelo, consejo y buen ejemplo de una vida austera y pura, incluso en las situaciones revueltas que se vivieron en España. Murió el 9 de febrero de 1956. Fue beatificado el año 2010, y de él dijo Benedicto XVI: «La vida de este sencillo y austero Religioso Capuchino es un canto a la humildad y a la confianza en Dios y un modelo luminoso de devoción a la Santísima Virgen María. Invito a todos, siguiendo el ejemplo del nuevo Beato, a servir al Señor con sincero corazón, para que podamos experimentar el inmenso amor que Él nos tiene y que hace posible amar a todos los hombres sin excepción».

Oración: Dios Padre misericordioso, que has llamado al beato Leopoldo a seguir las huellas de tu Hijo Jesucristo por la senda de la humildad, la pobreza y el amor a la cruz, concédenos imitar sus virtudes para participar junto a él en el banquete del Reino de los cielos. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

(De “Directorio Franciscano” Año Cristiano Franciscano)

 

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