Es muy solemne y espléndido proclamar la Pascua, pero es mucho mejor vivirla.
Es bonito entonar el pregón pascual, pero es más positivo si despierta nuestro corazón.
En estos días la liturgia nos anuncia de múltiples formas el misterio Pascual. Entonamos himnos de alegría. Nos felicitamos la Pascua. Anunciamos que Jesús vive, porque ha resucitado. Es hora de preguntarnos si nosotros también estamos vivos porque hemos resucitado con El. Si realmente vivimos la Pascua.
Porque de la Resurrección de Jesús lo sabemos casi todo. Lo que no conseguimos del todo es vivirla, actuar como resucitados.
Cuando comenzamos a adentrarnos en el sentido de la Resurrección de Jesús debemos empezar a entender a Dios de una manera nueva, como un Padre «apasionado por la vida» de los hombres, y a amar la vida de una manera diferente.
La razón es sencilla. La resurrección de Jesús nos descubre, antes que nada, que Dios es alguien que pone vida donde los hombres ponemos muerte. Alguien que genera vida donde los hombres la destruimos.
Tal vez nunca la humanidad, amenazada de muerte desde tantos frentes y por tantos peligros que ella misma ha desencadenado, ha necesitado tanto como hoy personas comprometidas incondicionalmente y de manera radical en la defensa de la vida.
Esta lucha por la vida debemos iniciarla en nuestro propio corazón, «campo de batalla en el que dos tendencias se disputan la primacía: el amor a la vida y el amor a la muerte».
Desde el interior mismo de nuestro corazón vamos decidiendo el sentido de nuestra existencia. O nos orientamos hacia la vida por los caminos de un amor creador, una entrega generosa a los demás, una solidaridad generadora de vida… O nos adentramos por caminos de muerte, instalándonos en un egoísmo estéril y decadente, una utilización utilitarista de los otros, una apatía e indiferencia total ante el sufrimiento ajeno.
Es en su propio corazón donde el creyente, animado por su fe en el resucitado, debe vivificar su existencia, resucitar todo lo que se le ha muerto y orientar decididamente sus energías hacia la vida, superando cobardías, perezas, desgastes y cansancios que nos podrían encerrar en una muerte anticipada.
Pero no se trata solamente de revivir personalmente sino de poner vida donde tantos ponen muerte.
La «pasión por la vida» propia del que cree en la resurrección, debe impulsarnos a hacernos presentes allí donde «se produce muerte», para luchar con todas nuestras fuerzas frente a cualquier ataque a la vida.
Esta actitud de defensa de la vida nace de la fe en un Dios resucitador y «amigo de la vida» y debe ser firme y coherente en todos los frentes.
Por eso en este tiempo de Pascua de Resurrección deberíamos preguntarnos si sabemos defender la vida con firmeza en todos los frentes. Cuál es nuestra postura personal ante las muertes violentas, el aborto, la destrucción lenta de los marginados, el genocidio de tantos pueblos, la instalación de armas mortíferas sobre las naciones, el deterioro creciente de la naturaleza viva.
Hermanos, no celebremos la Pascua de cualquier manera. Nuestra alegría no tiene nada que ver con el gozo de los que celebran complacidos su bienestar, ajenos al dolor de los demás. Nunca es alegría verdadera aquella que se mantiene a base de olvidar las desgracias de los demás.
Estamos alegres porque, a pesar de la existencia del mal en el mundo, creemos en un Dios que quiere la vida, la justicia y la felicidad de todos, que hará justicia a todos los crucificados. Estamos seguros que lo logrará.
Luis Pérez Hoyos (P. Juventino)