El Convento de Capuchinos de Antequera

Mi infancia son recuerdos

Este poema, incluido en Campos de Castilla (1912) es uno de los más hermosos, hondos y completos de ese libro singular, auténtica piedra de toque de la poesía moderna española. «Retrato» es una visión intimista, reflexiva, global y existencial del propio poeta. Acaso debería haberse titulado «Autorretrato», que es lo que realmente ofrece el contenido. Los verbos en primera persona nos indican muy bien que el poeta habla de sí mismo. Que nadie piense que me estoy comparando con el gran poeta andaluz, lejos de mí, pero a la hora de ponerme a escribir sobre el cierre del convento de mi ciudad, se me ha ocurrido empezar por ahí. De otras muchas formas podría haber iniciado este escrito, pues las vivencias y la profunda relación con el convento de capuchinos de Antequera se remontan a los primeros años de mi vida, por lo tanto, al hablar de este tema no tengo más remedio que hablar de mí mismo.

La parte más culta e histórica, sobre todo la etapa decimonónica, de la que Fernando Linares es un experto, ya la ha escrito este hermano con tanto acierto y conocimiento del tema. Lo que yo diga con mis torpes y atropelladas palabras son fruto de mi experiencia y los sentimientos que este hecho me produce y lo hago porque me veo en la obligación moral y personal de decir algo ante un hecho que, a mí, más que a la mayoría me afecta. Pues, aunque a la vez se van a cerrar seis casas más, cada uno las sentirá de distinta manera dependiendo de la relación más o menos cordial que haya tenido con cada una de ellas.

Al hilo de la primera frase del poema de A. Machado, puedo decir que mi infancia son recuerdos del convento de capuchinos. La casa de mi familia está tres calles más arriba siguiendo la carretera que va al Valle de Abdalajís, ahora suena más la carretera que va al Torcal, el turismo lo cambia casi todo. La calle el Sol, mi calle, desemboca cerca del convento y a mi paso no creo que tardara más de tres o cuatro minutos en llegar. Para ir al colegio, en el poco tiempo que fui a la escuela, pasaba, cuatro veces al día, seis días a la semana, por las tapias de la huerta.

Desde el Cerro “Colorao” el lugar de mis juegos infantiles, la espadaña casi se toca con las manos y, el lugar donde guardaba las cabras, iba por leña y recogía yerba para los conejos, está enfrente, por lo tanto la “mole” del convento siempre la tenía a la vista. En la explanada estaba casi siempre la noria de “Paíllas” (Padillas), donde nos paseábamos, ahora al pobre lo habrían acusado de cualquier cosa, pero en aquel momento no nos dábamos cuenta de nada, sólo que no nos cobraba, pero si nos hubiera cobrado apenas nos habríamos montado en aquel artilugio destartalado que nos elevaba un poquito del suelo y casi tocábamos la mitad de la columna del Triunfo de la Inmaculada que preside la plaza del convento. A los cultos de la Divina Pastora casi nunca faltábamos, sobre todo los más beatos, a pesar de que las esteras de esparto que servían de alfombras se nos clavaban y marcaban nuestras desnudas rodillas. En la única foto que conservo de mi primera comunión el que sostiene la patena, en el momento de recibir al Señor, es un seráfico.

Los jueves era el día en que los seráficos, bien formados, subían por la carretera camino de la Fuente de Málaga. Los antequeranos la hemos llamado siempre el Nacimiento de la Villa. Otras veces subían por la cuesta del Valle hacia las Arenas, un trozo de dunas que como un minúsculo Sahara hay en medio de los Pinos. También aquí, los antequeranos, discrepábamos de los frailes y a aquello le llamábamos la Torre del Hacho, por una torre vigía redonda, del tiempo de los árabes, que hay en lo más alto. Ver pasar a los “leguillos” como le llamábamos los antequeranos, que como se ve no nos poníamos de acuerdo en cuestiones de nomenclatura, era para mí motivo de cierta envidia. Por motivos “laborales” y “sociales” y a pesar de que intervino, D. Emilio Gonzálvez Solís, primo del ministro de ¿Educación? y Descanso que estuvo a punto de suprimir las lenguas clásicas de la enseñanza, no pudo ser, lo impedía sobre todo la “limpieza de sangre” que seguía vigente en aquellos años y que la Iglesia mantenía con tanto celo. Tampoco pude ir a un colegio religioso, por el mismo motivo, luego con el tiempo, fui capellán, confesor de las monjas y director espiritual de las novicias y postulantes de esa congregación. Como decía mi madre: ”El mundo da muchas vueltas” y “Dios no se quea con ná de nadie” Una vez, siendo guardián de Antequera, me tocó presidir la celebración de la Asociación de Antiguos Alumnos del Seráfico y les dije: “si hubiera sido seráfico, lo más probable es que estuviera sentado en los bancos donde estáis vosotros y no presidiendo la misa”.

El Convento de Capuchinos ha sido, al menos para la mitad de Antequera, la otra mitad la acaparaban los trinitarios, un referente y la imagen del capuchino: con hábito, barbas y sandalias, como Dios manda, era una figura entrañable para chicos y grandes y verlo y salir corriendo a besarle el cordón era todo uno. Crecimos con la imagen de los frailes y del convento como algo propio. Por eso, cuando, después de esperar mucho tiempo, pues yo digo que soy de “vocación temprana y profesión tardía” y aunque llevaba casi 11 años viviendo en Madrid, a la hora de decidirme por la vida religiosa, aún conociendo otras congregaciones, aunque nunca hice ninguna experiencia con ninguna de ellas y, estando para ser admitido en el seminario de Madrid, la imagen del fraile capuchino y el convento de Antequera seguían siendo para mí la referencia religiosa. Por este motivo, en el verano del 83, estando de vacaciones en mi pueblo y, como hacia siempre, fui a misa al convento, allí tomé la decisión de ingresar como capuchino.

Con 29 años y después de que se me facilitaran todos los trámites laborales y económicos, el día de Santa Teresa, comencé el aspirantado en Sanlúcar de Barrameda. En menos de un mes me enviaron a Antequera y seis meses después me admitieron en el noviciado. Allí estudié el graduado escolar y medio bachiller, la otra mitad la terminé en Granada, donde estudié teología y recién ordenado de diácono volví a mi pueblo. Al año me ordenaron en Málaga y después me tiré 20 años seguidos en Antequera. Fui coadjutor, párroco, coadjutor y de nuevo párroco en la parroquia del Salvador. Maestro de postulantes, también fui guardián creo que tres trienios.

Se dice que nadie es profeta en su tierra, pero puedo decir que mis paisanos me han querido y me quieren mucho, yo también a ellos por supuesto. Por pasearme por la calle Estepa, la calle principal y, comenzar a formar parte del paisaje y paisanaje del entorno, me dieron primeramente el Efebo, que es una estatuilla que como su nombre indica, es de un adolescente romano que se encontró en una de las muchas villas que, en tiempos del Imperio, al Romano me refiero, rodeaban toda la Vega. Después, cuando se enteraron que me iban a destinar fuera de Antequera, me llamaron para decirme que, por unanimidad, desde Izquierda Unida al PP, me habían concedido el título de “Hijo Predilecto” de mi ciudad, que no pueblo, pues el título lo tiene desde Felipe II y los romanos ya la llamaron Antiquaria, es decir ciudad antigua. Yo ya estaba contento con ser antequerano, pero bueno, ya sabemos cómo es la gente.

En el año 2013 se cumplieron los cuatrocientos de la fundación de esta casa, fue la primera de Andalucía y después de la Desamortización el primer convento que se recuperó en toda España e incluso de casi todas las casas de las demás congregaciones religiosas. Como todos sabemos, fue colegio seráfico y sobre todo en la iglesia se veneran a siete capuchinos martirizados el 6 de Agosto del 36. Mi madre, que tenía catorce años, cuando ocurrió el hecho, los vio tirados en el suelo en un charco de sangre y le llamó la atención los pantalones remendados que llevaban debajo del hábito. Cuando se hizo el recuento de cuantos capuchinos antequeranos había habido en la provincia, se contaron 150, seguro que fueron más, aún quedamos 3, yo el último… De estos hermanos cuando se leen las crónicas aparece que muchos de ellos murieron asistiendo a los apestados.

De aquí, del convento, convertido en cuartel de la guardia mora y cárcel, sacaron para fusilar a Salvador, un tío de mi madre y a otro tío político, Frasquito, lo llevaron preso y estuvo varios años en el penal del Puerto de Santa María. Fue al terminar la guerra y como os podéis imaginar no simpatizaban con el “Movimiento Nacional” aunque no habían cometido ningún delito. La chacha Frasquita, hermana del primero y esposa del otro, nunca más quiso pasar ni por la puerta de Capuchinos.

¿Por qué cuento todo esto? Sobre todo, para dejar claro lo mucho que me une al convento que se ha decidido cerrar, cosa que no cuestiono, aunque me hubiera gustado que le hubiese tocado a otro. Ya he dicho al principio tomando prestadas las palabras del poeta, que mi infancia son recuerdos… como les ocurre a todos, pero como podréis ver, los míos están muy ligados a esa casa, que por muchos parches que queramos poner, se cierra dentro de unos días, o meses… Lo que se quiera hacer después será mantener un muerto en pie o alargar su agonía, cosa con la que no estoy dispuesto a colaborar, pues mis paletadas de tierra y el ramo de flores ya se los he echado y cuando vaya a Antequera, a ver a mi familia o a algún entierro, que es a lo que solemos ir, cuando ya vamos teniendo cierta edad, lo veré desde lejos, sin traspasar la puerta, como cuando era niño. 

Hno. Paco Martinez Melero

(publicado en “Punto de Encuentro“, nº 149, Junio, 2021)

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Una respuesta en “El Convento de Capuchinos de Antequera

  1. alumnosseraficos dijo:

    Qué relato biográfico más sentido nos hace el hermano Paco de su niñez y su vida tan ligada a los capuchinos de Antequera, la ciudad donde él nació, vivió y sufrió acontecimientos familiares trágicos y donde muchos seráficos pasamos unos años inolvidables.

    Además de estremecedor, todo su escrito me resulta precioso y hasta finamente literario. Parecidos sentimientos a los suyos los estamos viviendo muchos de los que nos formamos en aquel Colegio Seráfico, desde el momento en que esa dolorosa noticia del cierre conventual nos haya helado el corazón. Sé que más de uno aquella noche la pasó en vela y yo no quería comunicársela a otros seráficos para evitarle el disgusto. Bernardino de V me dice: mi mujer ha visto que me eché a llorar cuando me la comunicaron.

    Somos muchos los que pensamos que Antequera debería ser el último convento en cerrarse, pero la falta de nuevas vocaciones y la edad avanzada de los hermanos que quedan parece que no han podido evitar esta decisión que tanto nos duele. Me uno al tremendo dolor del hermano Paco, pero no me resigno a decir adiós para siempre a aquellos muros y aquella plaza de Capuchinos que tantos recuerdos y vivencias encierran.

    Ahora hemos podido saber, gracias a la madre del hermano Paco, que ella vió a los capuchinos martirizados en el 36 tirados en el suelo en un charco de sangre y algunos llevaban pantalones remendados bajo el hábito. Este testimonio ninguno de nosotros, NINGUNO, debería olvidarlo, aunque el convento se cierre.

    Ildefonso de C

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